Desde los terraos se veía el mar, que aparecía inmenso hacia el sur, asomando por detrás de las palmeras más altas del Parque. Los que vivieron en la Plaza de Pavía antes de que los grandes edificios destrozaran la ciudad, llevan aquella imagen grabada en su memoria.
El mar formaba parte de la Plaza de Pavía, como un inquilino silencioso. Se rozaba desde lo alto de las casas y se podía escuchar en las noches en las que soplaba el viento de poniente y las olas chocaban con furia contra las piedras del Muelle. En las noches de verano, cuando los vecinos sacaban las sillas a las puertas de las viviendas para hablar y tomar el fresco, la brisa del mar inundaba la plaza y cargaba la madrugada con un aroma de humedad y sal que se colaba por las ventanas de las viviendas.
En la casa de Antonia Sánchez Zapata los niños subían a la azotea para ver los barcos cuando se acercaban al Puerto y jugaban con un catalejo a adivinar su procedencia según el color de las banderas que ondeaban en los mástiles. Cuando en el horizonte veían asomar un buque de guerra, dejaban todo lo que tuvieran entre manos y salían corriendo hacia la calle para darle la bienvenida a los marineros forasteros.
La casa de Antonia fue un lugar de referencia para los vecinos del barrio. No había otra con tanta vida, tan llena de chiquillos y de juegos, de ropa tendida y de fogones encendidos que nunca se apagaban. Como ella se tuvo que criar con unos tíos, sin hermanos ni primos, cuando se casó quiso tener un hogar lleno de niños, por lo que no descansó hasta que tuvo once.
La casa estaba situada en el flanco de poniente de la Plaza de Pavía, cerca de la Rambla de Maromeros que separaba el barrio de la zona de La Chanca. Era una hermosa vivienda que contaba con un amplio patio interior que aireaba las habitaciones y servía para criar cerdos. Por una escalera se subía hasta el terrao, el espacio de recreo y el rincón donde estaba la despensa en la que se colgaban los embutidos después de la matanza, y el gallinero, con su rudimentario armazón hecho de tablas y alambres.
En la casa de Antonia Sánchez Zapata nunca faltaban los embutidos y los huevos, por lo que no llegaron a pasar faltas, ni en los días más crudos de la posguerra, cuando los vecinos del barrio tenían que ponerse en cola para conseguir los cien gramos de carne racionada que despachaban en la carnicería de Antonio Campos.
La casa fue también un centro de reunión al que acudían los vecinos para emocionarse con las novelas por entregas que les iba leyendo la señora Antonia, que conservaba una destreza especial para la lectura, un hábito que había adquirido en su etapa de estudiante en el colegio del Milagro. Recibía las novelas por capítulos y cuidadosamente las encuadernaba para que no se estropearan. En las tardes de verano, a la caída del sol, su puerta se llenaba de mujeres que acudían dispuestas a emocionarse con aquellas historias llenas de pasiones inocentes, celos, traiciones y amores imposibles.
Su casa fue una de las primeras que tuvo aparato de radio en el barrio. La gente acudía para escuchar el parte de Radio Nacional y los domingos, cuando ponían música durante toda la tarde, se organizaban bailes escuchando las canciones de moda de la época. Entonces no había otra diversión porque todavía no se había instalado el cine de verano en la terraza Pavía y las televisiones no se habían inventado. Los vecinos de la plaza disfrutaban tanto en aquellos bailes de radio como con las tapas de callos que hacían en el bar que Justo Tebas tenía en la esquina que iba hacia San Antón, que era otro de los sitios de referencia en las tardes de los domingos.
Por la casa de Antonia Sánchez Zapata también pasaron los circos y los teatrillos ambulantes que en los inviernos se instalaban en el gran anchurón que existía en la plaza antes de que levantarán allí las barracas estables del mercado.
Las caravanas con los artistas y sus familias acampaban alrededor de la plaza y se pasaban varias semanas conviviendo con los vecinos. Solían utilizar la pila de piedra y el agua del patio de la casa de la señora Antonia para lavar la ropa, y a cambio obsequiaban a toda la familia con pases para pode entrar gratis a todas las funciones.
En la casa de Antonia Sánchez la puerta nunca se cerraba y siempre había una silla preparada para quien necesitara sentarse. Cuando no se escuchaban las voces de la radio se oía la voz de la señora leyendo alguna novela a los vecinos, que con la boca abierta y con las lágrimas asomadas a los ojos, se emocionaban con aquellas historias de amores imposibles.
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