La familia que venía a visitarnos

Cuando venían los tíos y los primos forasteros se compartía la casa y hasta el colchón

La familia del cartero Paco Almansa y su mujer Ana Nieto en el bar La Barraquilla con los familiares que venían de visita desde Alicante.
La familia del cartero Paco Almansa y su mujer Ana Nieto en el bar La Barraquilla con los familiares que venían de visita desde Alicante. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
21:02 • 21 oct. 2024

En la lista de acontecimientos extraordinarios que llevábamos escrita en ese cuaderno sentimental que teníamos los niños de antes, estaba con letras mayúsculas el de las visitas. Todos teníamos alguna tía que venía a vernos de algún barrio lejano, vestida de domingo y a veces con un papelón de pasteles en las manos. Cuando llegaba mi tía, cargada como un Rey Mago, mi madre siempre le decía lo mismo: “Para qué te has molestado en comprar esos pasteles, quién se los va a comer”. Y ella, mi tía, le contestaba: “Los tiráis a la basura o se les dáis a un pobre”.



Había quien tenía a la familia fuera, viviendo en otra ciudad, lo que convertía la visita en algo realmente excepcional que ocurría una vez al año. 



Visitar a los familiares de otras ciudades era la coartada perfecta para hacer turismo en los años setenta, cuando eran pocos los que podían viajar por placer. Era un turismo de cestas con bocadillos, fiambreras y paradas en las gasolineras, un turismo barato de mesa de camilla y mantel a cuadros cuando se compartía con la familia no solo la vivienda, sino también el colchón



En aquellos años de familias numerosas cada vez que llegaba una visita forastera había que adaptar la casa a los nuevos inquilinos y como el cariño y el apego estaba por encima de todo, los niños aceptábamos de buen agrado e incluso a veces ilusionados, que el primo que venía de fuera se instalara en nuestra cama como si acabara de conquistar un castillo y que por las mañanas, a la hora de ir al aseo, hubiera que pedir número para pasar cinco minutos sobre la taza del váter. En aquellos tiempos las casas y los pisos solo tenían un cuarto de baño, que siempre estaba ocupado



A la hora de dormir había que revolucionar los cuartos y echar mano del bendito sofá cama que estaba de moda entonces o del viejo recurso de juntar dos sillones para acoplar a algún niño. Cuando iba a llegar una visita forastera se decretaba el estado de excepción en las casas, las madres se ponían a trabajar a destajo para pintar las paredes y mudar la ropa de las camas, las despensas se reforzaban con comida y un viento festivo fuera del calendario se colaba en la rutina del hogar.



Las visitas renovaban las casas y también a nosotros: las madres iban la tarde anterior a la peluquería y a los niños nos cortaban el pelo como si nos fuéramos a la mili para que estuviéramos curiosos. Cuando por fin llegaba la familia forastera, a veces después de atravesar media España en coche, los sentimientos se desbordaban entre lágrimas y en medio de los abrazos y de los besos siempre se acababan escuchando los comentarios que te recordaban que ya estabas hecho un hombre aunque fuera mentira. 



En la casa del cartero Paco Almansa y de su esposa Ana Nieto, allá por los años setenta, se vivía de forma especial la visita de los familiares que tenían en Alicante. Unas veces venían a pasar unos días en verano y otras en Navidad. Lo hacían a bordo de un Citroën dos caballos en el que echaban más de seis horas de camino. 



La llegada de los familiares forasteros se vivía con intensidad en el humilde piso que los Almansa tenían en la calle Cardenal Herrera Oria, una vivienda de 78 metros cuadrados donde tenían que entrar a la fuerza dos familias numerosas con ganas de encontrarse. Uno de los hijos Almansa, Paco, recuerda que tenían la sensación de que los que venían de fuera nos llevaban varios años de adelanto cuando se ponían a contar sus historias cotidianas. Allí, en Alicante, tenían dos cadenas de televisión, mientras que en Almería solo contábamos con una y con una señal frágil que se iba con frecuencia. Contaban los que venían de fuera que en su ciudad había grandes supermercados modernos con escaleras mecánicas, mientras que aquí teníamos solo Simago, que ya nos parecía un gigante. 


El primo mayor que venía de fuera vestía con una ropa que aquí solo llevaban los más pudientes y narraba sus hazañas en la larga lista de discotecas que existían en la costa alicantina, tan frecuentadas por las extranjeras.

Como la familia del cartero no tenía coche, cada vez que venían los primos de Alicante con su ‘dos caballos’ aprovechaban la ocasión para ir de tournée por los lugares sagrados del tapeo y de la buena comida de la época. Siempre hacían un alto a la entrada por la Carretera de Málaga para disfrutar del pescado y el marisco de La Barraquilla y a veces, cuando tenían ganas de hartarse de comer, se iban a Los Molinos para compartir el autoservicio del restaurante de los Díaz, que en los años 70 se puso de moda entre las familias almerienses.


Cuando venían los forasteros, en el piso de los Almansa se decretaba el estado de fiesta permanente, sobre todo la tarde en la que llegaban también los abuelos y en la mesa principal del comedor, que era de las que se estiraban, se organizaban grandes partidas de lotería que transformaban la vivienda en el salón central del casino de Montecarlo.


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