El estanco formaba parte de la arquitectura y de la vida de la Plaza del Ayuntamiento. Ocupaba la esquina principal, debajo de los soportales, junto al callejón que salía hacia la calle de Almanzor. El establecimiento contaba con dos puertas, una de entrada al negocio en la misma Plaza Vieja, y un portón falso por detrás, frente a la fachada de la antigua perrera municipal.
El estanco era el primer negocio que abría las puertas en el barrio y también era el último que las cerraba. Las noches en las que había movimiento de marineros que iban y venían hacia los callejones prohibidos del barrio de las meretrices, el estanco echaba la puerta principal, pero dejaba abierta una ventanilla para poder despachar a los clientes trasnochadores. Si alguna vez había jaleo, por culpa de algún hombre embriagado que quería fumar gratis, no tardaba en presentarse en el establecimiento la pareja de municipales que hacían guardia de noche en la casa consistorial.
Al frente del estanco estuvo durante décadas Luisa Ramírez Martínez (1870-1953), que en la trastienda del local, habilitada como vivienda, sacó adelante a una familia de seis hijos más la abuela paterna, doña Catalina Tortosa, que también formó parte de la casa.
La estanquera estaba casada con Manuel Algarra Tortosa, que se dedicaba a los negocios de la construcción, aunque la actividad que nunca fallaba, la que sostenía la economía familiar, siempre fue la venta de tabaco, un negocio seguro incluso en los tiempos del hambre, cuando había quien prefería quedarse medio día sin comer a pasarse la jornada sin echarse un cigarro a la boca.
El estanco era uno de los más importantes de la ciudad en las primeras décadas del siglo pasado, cuando la Plaza Vieja era el corazón de Almería, donde estaban las dependencias municipales y donde vivían personajes ilustres de la sociedad almeriense de la época, formando en sí mismo un pequeño barrio habitado por un centenar de vecinos. La plaza tenía entonces hasta su propio colegio, el del maestro don José Escamilla, contiguo al Ayuntamiento.
Cliente del estanco de doña Luisa era el conocido bodeguero de Albuñol Antonio Manzano Puga, vecino de la plaza. Allí vivían también los profesores de guitarra Miguel Murciano Romero y Juan Figueroa Ruiz, que en 1910 montaron su propia academia debajo de los soportales, a espaldas de la calle Mariana. Otros músicos del lugar eran Rafael Camacho Morcillo y Cándido Rafael de Dios, que compartían el mismo edificio de la plaza con don José Ortega Barrios, coadjutor de la parroquia del Sagrario, y con don Rafael Ortega Barrios, catedrático del Seminario.
El establecimiento se aprovechaba del río constante de gente que iba y venía hacia el Ayuntamiento, de la intensa vida comercial que rodeaba la zona de la calle de las Tiendas y de la calle Mariana, y del trasiego de hombres que tomaban ese camino para llegar al barrio de las prostitutas. El estanco de la Plaza Vieja también hacía negocio con las putas, que en aquellos tiempos eran las únicas que se podían permitirse la libertad de fumar. Una de las hijas de la estanquera, Luisa Algarra Ramírez, emigró en los años veinte a Buenos Aires, donde su esposo, Juan Jiménez Sáez, ejerció de maestro de escuela hasta que en la década de los cuarenta regresaron a Almería.
El estanco superó los complicados años de la guerra, cuando había semanas enteras que no entraba ni una caja de tabaco, y los tiempos de la posguerra, cuando la gente no tenía ni para comer y era habitual ver a muchos jóvenes merodeando por los cafés y las tabernas recogiendo colillas por los suelos para fumárselas o para juntar el tabaco en cartuchos de papel y venderlo después por las tabernas.
En los días de escasez la Plaza Vieja se llenó de buscavidas que se plantaban con sus pequeños negocios de subsistencia en cualquier esquina para aprovechar el paso de la gente. Por la misma puerta del estanco ‘navegaba’ a diario una mujer, Lola, que vendía las castañas asadas a perra gorda. Por allí se ganaba el pan el zapatero Salinas, que empezó en un portal de la Plaza Vieja, y las mujeres del estraperlo que escondían bajo sus faldas los cartuchos prohibidos de azúcar.
Doña Luisa Ramírez escribió su historia detrás del mostrador del negocio: tuvo a todos sus hijos en el estanco, enviudó en el estanco y fue envejeciendo entre aquellas cuatro paredes llenas de viejas estanterías cargadas de tabaco.
Su vida fue el negocio, la tarea diaria de ir a la tabacalera a por el género, la obligación de estar detrás del mostrador sin perder nunca a la clientela de vista. Su vitalidad se la daba el trabajo, la responsabilidad que había seguido asumiendo con más de ochenta años cuando se negaba a dejarlo. Su muerte empezó el día que el entonces alcalde de Almería, Emilio Pérez Manzuco, le expropió el local a cambio de dieciocho mil pesetas. La estanquera, herida en el alma, tuvo que abandonar su puesto y refugiarse en una casa de la calle Hércules, donde cuentan que acabó muriendo de pena.
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