La calle era el gran escenario donde transcurría la vida cotidiana de los almerienses. Se convivía más en las puertas de las casas y en las calles que en las propias viviendas, tal vez porque todavía no había llegado la televisión y el espectáculo se desarrollaba en sesión continua desde que amanecía hasta que se hacía de noche en esa gran pantalla que era la calle.
Todos teníamos alma callejera, desde los niños de los arrabales que estaban tan adaptados al paisaje de los cerros y las piedras como las propias lagartijas, hasta los niños de las familias pudientes del centro de la ciudad que con su ropa inmaculada y sus zapatos nuevos se fugaban en cuanto tenían la primera oportunidad por las soledades del cauce de la Rambla y de la playa en busca de ese espacio de libertad que solo era posible encontrar en medio de la calle.
La calle era el contrapunto al colegio y a la rutina familiar. Si no hubiera sido por el desahogo de la calle más de uno hubiéramos necesitado un psicólogo de cabecera para atravesar la infancia con dignidad en una época donde la disciplina de la escuela y las exigencias sociales chocaban de frente con la rebeldía infantil. En la calle olvidábamos los castigos y las tareas, las obligaciones y las broncas familiares. En la calle nos transformábamos y podíamos ser nosotros mismos, dar rienda suelta al golfo que llevábamos dentro, pero también a ese otro personaje solidario y de buen corazón que casi todos los niños descubrimos compartiéndolo todo con los amigos.
Aquel era un mundo de callejeros vocacionales. Hasta los perros tenían el grado de callejeros. Las calles, entonces, estaban llenas de perros vagabundos que deambulaban de un lado a otro buscándose el sustento y una mano amiga. Los veíamos husmear en las basuras y atravesar calles y plazas sin rumbo cierto. A veces, los niños los apedreaban, por el placer de hacer daño y también por el miedo a ser mordidos. Había un temor global a la rabia y siempre había algún mayor que narraba la historia de alguien que había muerto por la mordedura de un perro. Los perros callejeros eran perseguidos por esa brigada municipal que formaba parte de la perrera, un cuerpo de élite en el oficio de capturar animales al trote.
Todo sucedía en la calle, donde la venta ambulante era el pan nuestro de cada día. El pescadero, el afilador, el hombre del saco que compraba la lana, el cobre y los paraguas viejos, el heladero, el del carrillo de las golosinas, todos eran hijos de la calle. Callejeros eran hasta los policías municipales, esos que tanto se echan de menos ahora, y que antes patrullaban por calles y plazas para que se cumplieran las ordenanzas. Ellos también formaban parte de los entretenimientos infantiles porque no había otra aventura que nos excitara más a los niños de antes que echar a correr delante de los municipales cuando venían a quitarnos el balón.
Los curas y las monjas conservaban todavía su vocación peregrina y se convertían en almas callejeras cuando iban por las casas a darle la última bendición a algún vecino moribundo y cuando subían por los cerros de la Chanca y del Quemadero para administrar el Santo Viático a los enfermos. Don Ángel Suquía, el obispo atleta, era un gran callejero que se vestía de paisano antes de que saliera al sol y aprovechaba los momentos de anonimato para conocer esa otra ciudad que vivía dejada de la mano de Dios.
En esa lista interminable de callejeros estaban los retratistas de los domingos que se echaban la cámara al hombro y se ganaban el pan fotografiando niños en el Parque y plasmando el amor recién estrenado de los novios que cogidos de la mano le daban varias vueltas al Paseo. Callejero como ninguno era el cartero que con el macuto a cuestas se paseaba por las calles del barrio ya hiciera sol o cayeran chuzos de punta. La presencia del cartero en nuestras calles era un motivo de fiesta en una época donde todos teníamos familiares fuera y esperábamos la correspondencia como una bendición.
Otros ilustres callejeros eran los pintores cuando conservaban la antigua y sana costumbre de buscar la inspiración en la vida misma y se pasaban el día en una esquina sentados en un taburete invocando a las musas.
Callejero era el vendedor de los Iguales que recorría media ciudad a pie pregonando el nombre de los números; callejero era el pobre que bajaba los sábados al centro buscando la generosidad del prójimo y los ricos que se pasaban las mañanas de tertulia en las terrazas del los cafés del Paseo.
Callejeros eran los gitanos que hacían el número de la cabra y el hombre del recibo de los muertos que cada cierto tiempo aparecía por nuestra calle para recordarnos que la vida eran cuatro días.
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