Ahí se ven, en esa foto de hace 40 años, bajo el letrero del Quinto Toro que entonces tenía sucursal en Javier Sanz; ahí se ven todos esos jóvenes aprendices de la vida, enfrente de su Instituto, sonriendo algunos al fotógrafo, cuando aún una cámara era como un intruso y posar llevaba consigo una liturgia; ahí están todos esos jóvenes cachorros almerienses -sin una sola niña en la imagen- frente al Celia Viñas, que antes fue Escuela de Artes y Oficios y antes aún almacén de esparto de Mac-Murray, cuando se creían eternamente jóvenes; ahí están, radiantes, algunos de los integrantes de ese club almeriense de los poetas muertos de John Keating, el profesor que todos hubiéramos querido tener alguna vez; están ahí, quizá sea la hora del recreo de alguna mañana de 1984 o 1985, o quizá sea el día de San Alberto y quizá alguno esconda huevos en el bolsillo de sus pantalones vaqueros, mientras un hombre y una mujer tratan de abrirse paso como advenedizos, entre ese enjambre de estudiantes que quizá hayan decidido saltarse alguna clase de arte con don Trino o de filosofía con Tapia o francés con Jover; están ahí, cuando aún no sabían -ni falta que les hacía- lo que les vendría después: los cónyuges, las hipotecas, el paso de los años, la ancianidad de los padres, la melancolía y todo lo demás. Conocían el mundo, pero no mucho; habían vivido ya, pero no mucho. Solo tenían arrugas en los pantalones y reían y reían como si no hubiera un mañana.
Fueron todos estos muchachos almerienses que se ven en la imagen los que fueron jóvenes -verdaderamente jóvenes- en los 80. Hijos del baby boom, de los pantalones anchos por arriba y estrechos por abajo, al contrario que sus padres en los 70, y alejados ya del rollo hippie. Algunos de los que se ven aquí estarán próximos a jubilarse y quizá hayan sido abuelos. Muy cerca de ese lugar estaba la sala de billares, donde jugaban a los futbolines y a las tragaperras de bolas y a las primeras máquinas de matar marcianos y donde ponían dos canciones de Madonna o Spandau Ballet por un duro.
En la imagen de abajo, también de mediados de los 80, se ve la Plaza Masnou, antes del Lugarico, donde vivían realquiladas las denominadas mujeres de la vida. Ahí se ve un grupo de jóvenes, quizá en un viernes o un sábado por la tarde, esperando la apertura del Pedro Forca para tomar un mini de cerveza con unas bravas o para pillar una litrona en la refresquería de más abajo. Eran entonces esas Cuatro Calles, casi como ahora, el centro neurálgico de la movida o de la marcha almeriense, con el Goloso al quite para hacer acopio de una hamburguesa cuando arañaba el hambre de la madrugada.
También había otra zona de influencia nocturna en las calles Martínez Campos y Alvarez de Castro que dan al Parque. Ahí estaban locales como Pérgola, Regata, La calle, encima de Pantagruel, Bianco o Tijuana o Discoteca Athos. Otros se extendían como lombrices por la calle Trajano como Anagrama, Maravillas o Capitán Nemo o como la Discoteca Atenas, en el Centro Altamira, Pub Mediterráneo, en calle Sagunto, Disco Roma, en calle La Reina, Cartabón, en calle Guzmán u Odeón o Wagon, en el Parque, frente a donde años después se concentró la zona del botellón ya desaparecida.
Eran todavía tiempos de luces de neón, de bolas plateadas en el techo, de lentos, cuando, según el éxito en la pista de baile, los chavales se dividían entre triunfadores y perdedores. Esos almerienses, que ya han empezado a parecer dinosaurios, veían en la tele de dos canales a Chanquete y Mazinger Z, a los lagartos de V o El coche fantástico; y bajaban a la tienda del barrio a comprar una botella de cerveza o de vino con el casco de cristal en la mano; y los cumpleaños los celebraban en la casa con muchos panchitos, croquetas y fantas de litro; y con los rombos de la tele había que irse a la cama. Entonces, los padres -y algunos maestros- arreaban bofetadas y el aburrimiento hacía que se activara la imaginación en las largas tardes de juegos.
Estos jóvenes que aquí se ven iban mil veces al videoclub, algunos estudiaban francés en el colegio, cuando aún el inglés no ganaba por goleada, y los trabajos se hacían a máquina en la Olivetti, por lo que había que guerrear con el tipex y dar clases particulares en academias como la de la Casa de las Mariposas para llegar al virtuosismo de las 300 pulsaciones por minuto.
Esos muchachos primaverales entonces, otoñales ahora, aún jugaban en descampados y en zonas de tierra como La Rambla donde se sollaban las rodillas, donde siempre había algún neumático con el que ensuciarse y algún hierro herrumbroso con el que herirse y ponerse la temida inyección del tétanos. No había instalaciones deportivas apenas y los campos de fútbol eran la calle y las porterías dos piedras o dos montañas de libros de Alvarez, o Bruñó, mientras las niñas saltaban a la comba; no había San Google, solo enciclopedias y diccionarios ilustrados de consulta; no había Spotify, solo una cinta de cassette con los agujeritos rellenos de algodón para grabar canciones de la radio. No había nada (o casi nada) en aquel tiempo no tan lejano, pero tenían entonces, esos adolescentes, esos reyes del mambo que aparecen en estas dos fotos del pasado efímero, lo único que no se puede comprar.
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