La barraca de Luis Pardo era a la vez carnicería, sucursal de la cofradía del Prendimiento en la Plaza de Abastos y mentidero futbolístico donde los lunes se repasaban los defectos de la U.D. Almería. Ahora que la ha cerrado, porque ha decidido jubilarse, sus parroquianos nos quedamos sin ese templo esencial que nos hacía la compra más agradable. Hay quien se pregunta qué va a hacer Luis Pardo sin su barraca, sin ella pierde ese foro fundamental del que promocionaba su cofradía y le servía de lugar de encuentro, sin ella nos quedamos todos un poco huérfanos, no porque su carne y su morcilla fueran insustituibles, sino por ese rato de conversación que te regalaba aunque llegaras a las ocho de la mañana en el momento de sacar el género de la cámara frigorífica.
El cierre de la barraca supone el punto y final de una larga relación profesional y sentimental con el oficio. Los Pardo son una parte de la historia de la Plaza de Abastos, y una de las familias más antiguas del lugar. Luis Pardo ha vivido más tiempo en el negocio que en su casa, como antes lo hicieron su padre y su abuelo. Llegó a la barraca en 1972. Entonces la vida del carnicero de la Plaza era muy distinta. El negocio era más sacrificado, exigía más horas. Recuerda que su padre se levantaba a las cinco de la mañana porque en aquel tiempo se hacían tres ventas. Había que madrugar tanto porque a las siete de la mañana se presentaban en la Plaza los tenderos, que eran los primeros clientes del día. No existían los grandes supermercados y todos los barrios tenían varias tiendas que se abastecían en el Mercado Central. Esa primera venta desapareció a medida que fueron cayendo las tiendas de barrio. La segunda venta del día era la de los dueños de los bares que se presentaban sobre las nueve de la mañana para llevarse la carne y la tercera venta era ya la del público, que se hacía fuerte entre las once y las doce del día.
En aquellos años setenta, cuando él empezaba, también había momentos delicados, como los que tenía que soportar un carnicero cuando llegaba la Semana Santa y muchas familias se tomaban a rajatabla la obligación de no probar la carne. Hoy se han relajado las costumbres y la época de menor venta ya no es en Cuaresma, sino en los meses de verano, cuando media Almería se va a los pueblos de la costa. Después de los días inciertos del verano, Luis Pardo se preparaba para ese gran momento del año que para un carnicero era la Navidad, el tiempo en el que se disparaban las ventas. Las grandes chuletas venidas de los lugares más remotos del país, los solomillos de ternera de Ciudad Real, los exquisitos secretos ibéricos que llenaban las mesas de las noches principales, y las humildes y mágicas morcillas, que han seguido siendo hasta el final las grandes protagonistas de las fiestas en su barraca, las que de verdad dejaban huella en el paladar y en los análisis de sangre después de las vacaciones
La retirada de Luis Pardo no es una jubilación más. Supone el fin de una historia que comenzó su abuelo hace más de un siglo y que continuó después su padre, Luis Pardo Hernández (1933-2010) que como otros jóvenes de su profesión aprendió las palabras de su oficio y los secretos de la carne de ternera y los embutidos antes de conocer el abecedario y la tabla de multiplicar. Cuenta Luis Pardo que su padre era carnicero por tradición y porque la necesidad apretaba y había que ganarse la vida en un oficio seguro para ser un hombre de provecho. A pesar de dedicar toda su vida a la barraca, no pasó a la historia de la Plaza por su abnegación ni sus éxitos como comerciante, sino por su afición a los toros. Un día quiso ganarle la partida al destino, jugárselo todo a una carta, sabiendo que ponía sobre el tapete su propia vida. Tenía diecisiete años cuando decidió lanzarse a la arena de la Plaza de Toros y ponerse delante de un astado para ver si alguien le daba una oportunidad. Soñaba con ser torero, con llegar a convertirse en un personaje tan importante como lo eran Luis Miguel Dominguín y Miguel Báez ‘el Litri’, los maestros a los que tanto admiraba, los toreros que esa tarde compartían el cartel de la segunda corrida de Feria de Almería. Buscó el momento adecuado, esos instantes de espera al inicio de la lidia, para lanzarse al ruedo envuelto en una humilde muleta. Sólo fueron unos instantes, unos segundos donde el pánico en las gradas se mezcló con la sangre de la arena. Sólo fue un instante, el tiempo que empleó el toro en derribarlo de una certera cornada que le abrió una profunda brecha de quince centímetros en la región axilar. Tras ser atendido de urgencia en la enfermería de la Plaza, fue trasladado al sanatorio que el cirujano Domingo Artés tenía en la Rambla, cerca del colegio de La Salle. Allí fue operado y allí pasó varias semanas recuperándose de un percance que estuvo a punto de ser definitivo.
Al día siguiente su nombre salió en los titulares del periódico Yugo: “Un joven espontáneo, herido de gravedad en la corrida de ayer. La víctima es hijo del conocido carnicero José Pardo Andújar”. Desde entonces, Luis Pardo Hernández se dedicó a su negocio y se entregó a él. Cuando murió su padre se quedó al frente de la barraca y además montó una carnicería de barrio en un portal de la calle de la Almedina en una época en la que los negocios de barrio podían sobrevivir en cualquier esquina, en cualquier local. Fueron años de prosperidad y de algún que otro contratiempo que pusieron contra las cuerdas a la familia Pardo, como el incendio que en enero de 1978 destruyó su barraca en el Mercado Central y se llevó por delante la de Francisco Escamilla Serrano y la de Antonio González González.
Hasta unos meses antes de su muerte, en septiembre de 2010, Luis Pardo estuvo vinculado a ese universo que formaba la Plaza, sus puestos y sus gentes. En los días de su retiro, le gustaba acercarse por la mañana temprano al puesto de su hijo y hablar un rato con los viejos clientes y con los buenos amigos. Tal vez, su hijo, ahora que ha decidido jubilarse, sienta también la necesidad de darse una vuelta por el Mercado Central para recordar los buenos tiempos, aunque la Plaza sea cada días menos reconocible.
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