Aquel recóndito paraje entre La Molineta y el cerro de las Cruces nunca estuvo tan habitado como en los años de la guerra civil, cuando familias enteras subían desde la ciudad buscando el refugio de las cuevas para ponerse a salvo de las bombas. Allí no llegaban los proyectiles enemigos, pero sí se escuchaba el sonido de las explosiones y se respiraba el olor del miedo. La mañana en la que volaron los depósitos de combustible de Campsa del puerto, desde el barrio de las canteras de la Rambla de Belén se contemplaba la estampa dramática de la ciudad envuelta en una nube negra.
Aquella barriada que pasaba desapercibida al norte del cortijo de Fischer, amparada en la soledad del cauce de la rambla y de los cerros que la rodeaban, era un lugar salpicado de cortijos, de huertas, de establos y de cuevas. Estaba a quince minutos de la Puerta de Purchena, pero la distancia parecía mayor porque no tenía otro camino que el sendero de polvo y tierra que se abría paso en la misma rambla ni más luz que la que le daban los cortijos que la habitaban. Fueron los propios vecinos, encabezados por el terrateniente don Agustín Baeza Echarri, propietario del cortijo Baeza, el más importante en cuanto a extensión que había en la zona, los que en el otoño de 1925 se sublevaron contra el Ayuntamiento para exigirle el derecho de la luz eléctrica.
Hasta entonces, los cortijos de la rambla de Belén y la zona llamada de las canteras solo era transitable de día, ya que de noche el escenario se quedaba completamente a oscuras.
Aquel lugar estuvo siempre marcado por el temor a las inundaciones, a que la rambla viniera cargada de agua y lo destrozara todo. Sufrió las consecuencias de la riada de 1871 y también la de 1889, cuando el entonces Alcalde, Juan Lirola, se personó en el barrio para ayudar a los vecinos cuyas tierras y viviendas habían quedado anegadas.
Fue también un escenario de gran belleza, ligado estrechamente al paisaje de los cerros de La Molineta. Allí estaban las famosas canteras de la rambla de Belén, de donde se sacó la materia prima para construir la mayoría de los cortijos de la zona, y la piedra que le dio vida al puerto. En el mes de marzo de 1889, el contratista de las obras del dique de Levante y del andén de costa, Miguel González Canet, solicitó al Ayuntamiento colocar una vía férrea desde las canteras hasta el puerto, siguiendo el cauce de la rambla de Belén y el de la rambla del Obispo, para el transporte de la piedra que se utilizaba para la formación de escolleras, que constituía el núcleo principal de la obra. La vía, de un metro de anchura, se adosó a la margen derecha del cauce, para dejar libre el espacio suficiente para el libre tránsito de los carruajes que accedían a la ciudad a través de la rambla.
Además de un lugar salpicado de cortijos, bancales, cuevas, balsas y piedras, aquel rincón de La Molineta fue desde antiguo un rincón de ocio donde los almerienses acudían en fechas señaladas para comer al aire libre y disfrutar de las impresionantes vistas que ofrecían sus cerros.
La Molineta llegó a ser un espacio bucólico donde la gente se escapaba para celebrar la llegada del Año Nuevo. Hay constancia en la prensa local que las comidas del día uno de enero ya se celebraban en el siglo diecinueve y que se fueron convirtiendo en una de las tradiciones más respetadas hasta que desaparición, en los años sesenta del siglo veinte.
Las comidas de Año Nuevo llegaron a ser un acontecimiento masivo según se puede deducir de un artículo de prensa de enero de 1901, en el que el cronista comentaba que: “los cerros de la Rambla de Belén de nuestra ciudad se vieron muy concurridos por muchas familias que pasaron en el campo la mayor parte del día, compartiendo las cestas de comida y disfrutando los más jóvenes de la los bailes con la música de las guitarras y bandurrias”.
No era la única festividad que antiguamente tenía como refugio La Molineta. En el barrio de la Caridad, en los primeros días del mes de mayo, era costumbre venerar las cruces llamadas de las Tres Marías. En el cerro detrás de las casas, los vecinos levantaban un altar adornado con colchas y flores y en la noche del dos de mayo todo el barrio compartía el velatorio de las cruces. Las fiestas del barrio de la Caridad incluían además las excursiones a La Molineta, donde las familias pasaban la tarde alrededor de las meriendas.
En febrero, cuando llegaba el día de San Blas, se organizaban en torno a la ermita de la Rambla de Belén las fiestas en honor del santo. En los lugares descampados, a los pies de los cerros de La Molineta, se encendían hogueras y se quemaban castillos de fuegos artificiales. Las monjas de las Siervas de María se encargaban durante la semana de colectar pan por las principales tahonas de la ciudad y el día del santo, abogado de los enfermos de difteria, repartían los bollos entre las madres que acudían con los niños que padecían el mal de garganta.
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