Antes, cuando íbamos a la escuela, el profesor o la maestra nos solía preguntar después de nuestro nombre y nuestros apellidos, dónde vivíamos y en qué trabajaban nuestros padres. Hoy la pregunta podría plantearse perfectamente al revés, es decir, que a un padre o a una madre actual el jefe le preguntara “¿en qué trabaja tu niño?”. Y es que cualquier niño de esta época echa ya las mismas horas que un adulto cumpliendo con las obligaciones.
Todos conocemos casos de niños de ocho o nueve años que después de pasarse cinco o seis horas en el colegio y otra hora en su casa haciendo los deberes, completa su cargado horario laboral con las clases particulares de inglés en la academia del barrio y hasta con las clases de música en el conservatorio. Muchos no disfrutan ni del beneficio de jugar en libertad en la calle como lo hacíamos antes, ya que en ese rato de ocio lo hacen bajo la estrecha vigilancia del padre o de la madre en lugares acondicionados para ellos.
Tengo la impresión de que antes era más sencillo ser niño. Los que cruzamos por la infancia en la década de los sesenta y en la siguiente nos dedicamos a repetir un guión que ya estaba establecido, el mismo que siguieron nuestros hermanos mayores, que se basaba en dos pilares fundamentales: la escuela y el juego.
Normalmente, al colegio íbamos a los cinco o seis años cuando eran pocos los que pasaban antes por la guardería o por lo que entonces se conocía como la escuela de los cagones.
Lo peor de aquellos tiempos era el horario, ya que teníamos que sufrir las odiosas jornadas partidas, es decir, teníamos clase por la mañana hasta las doce o doce y media y volvíamos después por la tarde para completar nuestra educación. Nos quedaba el consuelo de que antes del almuerzo nuestras madres nos daban unos minutos de tregua y nos dejaban salir un rato a la calle, media hora y a veces una hora, suficiente para olvidarnos de todas las obligaciones y ponernos al día con los amigos. Salíamos de la escuela como potros salvajes, obligados a quemar todo el estrés que habíamos acumulado en el colegio. Corríamos como fieras apurando hasta el último minuto de libertad porque a las dos de la tarde había que estar sentado en la mesa para el almuerzo. Qué postres más amargos teníamos cuando con el último bocado en el paladar teníamos que volver a peinarnos y a colgarnos la cartera para volver al tajo.
Las tardes en la escuela tenían un ritmo perezoso y a más de uno se le abría la boca mientras el maestro explicaba en la pizarra o se quedaba traspuesto siguiendo con la mirada a la mosca que se había colado por la ventana y volaba y volaba sobre nuestras cabezas. A las cinco o cinco y media terminaba nuestra jornada laboral. Era el momento más feliz del día, aquellos instantes en los que salíamos de forma atropellada del colegio, con la alegría del que piensa que ya no tiene que volver nunca más, aunque en el fondo tuviéramos bien asumido que al día siguiente volveríamos de nuevo al martirio.
Cuando por la tarde llegabas a tu casa tirabas la cartera en el sofá en un gesto de rebeldía. Tirar la cartera en cualquier sitio era un acto de ruptura, desprenderte de aquella carga que tanto te costaba llevar encima, no por el peso de los libros, sino por el desasosiego moral que te producían las obligaciones. Tirar la cartera te hacía más libre, aunque unos minutos después te obligaran a cogerla de nuevo para hacer los deberes. Había madres que te amenazaban con el peor de los castigos posibles si no hacías la tarea y te decían aquella frase que tanto dolía: “Hasta que no hagas los problemas no te vas a la calle”.
Aquel trago de los deberes se digería mejor con la merienda, que pasaba casi siempre por un trozo de pan con chocolate y mantequilla y un vaso de leche, antes de que llegara la moda de las rodajas de mortadela que el tendero te cortaba con precisión milimétrica.
Hacíamos la tarea con los ojos puestos en la libreta y con los oídos en estado de alerta mientras escuchábamos las voces de los otros niños que ya habían empezado a correr en la calle. Qué gran momento de felicidad cuando por fin acabábamos aquella división interminable y nos dejaban trotar completamente libres.
Si los niños de ahora juegan donde dicen las madres y con la vigilancia oportuna, los niños de antes tuvimos el privilegio de saborear el placer de elegir no solo a nuestros amigos, sino también los escenarios. En teoría estábamos obligados a jugar en nuestra calle, sin alejarnos de la casa, pero el placer se multiplicaba por dos cuando nos saltábamos las normas y nos perdíamos por los lugares prohibidos.
Éramos tan felices en la calle que perdíamos la noción del tiempo y del cansancio. Jugábamos sin límites, hasta que se hacía de noche, hasta que caíamos rendidos sobre un tranco y venían las madres a por nosotros repitiendo siempre la misma canción: “Mira como te has puesto. Mañana no sales a la calle”.
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