El cine Pavía y su impacto social

La apertura de la terraza, en 1950, supuso una revolución en el Reducto y La Chanca

Fachada del cine Pavía con sus nueve ventanillas que purificaban el aire de la sala. Detrás se ven los pisos del patio de la Chanca.
Fachada del cine Pavía con sus nueve ventanillas que purificaban el aire de la sala. Detrás se ven los pisos del patio de la Chanca. La Voz
Eduardo de Vicente
13:22 • 02 dic. 2024

Cuando en 1950 inauguraron la terraza de cine Pavía no habían llegado todavía noticias de la televisión y tener un simple aparato de radio en el Reducto y en la Chanca era un lujo que solo estaba al alcance de unos pocos. 



La terraza estaba situada en un punto estratégico del barrio: a menos de cien metros de distancia de la Plaza de Pavía y de la calle Reducto y pegada a la frontera que separaba el barrio del arrabal de la Chanca. Desde las sillas de la terraza Pavía se tenía una vista panorámica de los cerros y de las cuevas, que formaban parte del mismo entorno. 



Muchos, quizá la mayoría de aquella gente que vivía entre la Rambla de Maromeros y el cerrillo del Hambre o el de las Palomas, no habían visto jamás una película porque los cines del centro quedaban muy lejos y tampoco estaban al alcance de los bolsillos de las familias más humildes. 



La terraza Pavía llevó la magia del cine a todos los rincones. En los primeros años de existencia se repitieron los casos de niños que llegaban a la puerta del cine con la peseta justa para entrar y completamente descalzos. Seguramente, en sus casas habían estado ahorrando durante la semana para que el hijo pudiera ver el domingo aquella película de pistoleros con la que tantas veces había soñado viendo los cuadros de la cartelera que montaban en la puerta. 



No es de extrañar que aquellos niños que estaban descubriendo un mundo nuevo en la pantalla vivieran las películas como si fueran realidad y se pusieran a cabalgar en las sillas de madera con el Séptimo de Caballería y se revolcaran en el suelo de tierra emulando las peleas del ‘muchachillo’ mientras el patio de butacas gritaba a coro: “Toma, toma, toma...”.



El cine Pavía se convirtió en el templo de los sueños de aquella última generación de vecinos que vivió antes de la llegada de la tele. Todos los años, cuando llegaba el mes de junio, encalaban la tapia de la terraza, adecentaban el solar, colocaban las sillas de madera y empezaba el espectáculo. Por las mañanas, uno de los operarios colgaba junto a la puerta una pizarra con la información de la película que proyectaban esa noche. Para atraer al público, los fines de semana organizaban una función doble con dos películas por el mismo precio. En aquellos tiempos gustaban mucho las películas de pistoleros y las de temas relacionados con el mar, como correspondía a un barrio con mayoría de pescadores. ‘Héroes del mar’ y ‘Ya llegan los marinos’ fueron dos éxitos importantes de la terraza Pavía en el verano de 1951, cuando ir al cine era un gran acontecimiento.



La modernización de la terraza Pavía llegó en enero de 1953, cuando el empresario local Miguel García Bretones, dueño de uno de los talleres de mecánica más prestigiosos de la ciudad, solicitó permiso en el Ayuntamiento para construir una sala de cine de invierno en un local que había junto a la terraza de verano. La obra, realizada por el constructor José Delgado Boga, se prolongó durante varios meses y antes de que terminara el año, en ese mismo otoño, ya era una realidad el Cinema Pavía. Desde su gestación, el Pavía fue una sala de fines de semana, un cine modesto de barrio que le brindaba el espectáculo de la gran pantalla al Reducto y al deprimido arrabal de la Chanca. A pesar de la humildad del recinto, proyectaban películas importantes y los llenos se repetían cada domingo. El empresario, en un intento de agarrarse a la modernidad de los nuevos tiempos, trajo al Cinema Pavía la novedad de la primera película en relieve que se vio en Almería. Fue en enero de 1954 y así se anunciaba el espectáculo en la prensa: “El Cinema Pavía, venciendo todas las dificultades de tipo económico, se complace en anunciar para muy en breve el cine en relieve en su local”. 



El invento, que prometía sensaciones impactantes, con las imágenes saliéndose de la pantalla y rozándose con los espectadores, no cuajó debido a los escasos recursos técnicos de la sala y a la escasa  calidad de las grabaciones en tres dimensiones. El Pavía volvió a la cotidianidad de sus películas de siempre, a sus llenos dominicales, a su ambiente ‘follonero con carrillo de chucherías aparcado en la puerta y butacas de madera que crujían contra el suelo cuando aparecía en el 'muchachillo' o cuando toda la sala, a coro, empezaba a gritar “toma, toma, toma”, cada vez que el héroe le daba un puñetazo al malvado de turno, o a silvar cuando un inoportuno corte dejaba un beso a medias.


Tan popular como el cine era fue su acomodador, al que por un defecto en los brazos lo apodaron 'el manco'. Con el brazo maltrecho se las arreglaba para llevar la linterna con la que vigilaba  el rincón donde se refugiaban las parejas para darse el lote. El manco tenía tanta habilidad para alumbrar como para manejar el bote con insecticida que entonces llamábamos el 'Fly', y el del ambientador de la sala, que eran  necesarios para sobrevivir en una época en la que el cine se llenaba de espectadores que en su mayoría no sabían todavía lo que era una ducha, por lo que cuando las butacas estaban a rebosar, el ambiente se cargaba de un olor que no era precisamente el del jabón y el desodorante.


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