Los mendigos, aquellos que no tienen un techo donde pasar la noche y anidan en cualquier portal o en un banco del centro, corren el riesgo de volverse invisibles para los ojos de los que tenemos la vida resuelta. Resultan molestos para las autoridades que dicen no saber lo que hacer con ellos y para los vecinos que tienen que aguantar a un desconocido envuelto en una manta junto a un cartón de vino frente a la ventana de su comedor. En medio de la fiesta colectiva y del derroche de luces y felicidad enlatada, los pobres son para muchos una molestia, una mancha insoportable en el paisaje navideño. Mientras los demás estamos preocupados por la cena de empresa, por el precio de las gambas, por el número que va a tocar en el Gordo y por la ropa que nos vamos a poner para recibir el año nuevo, estos mendigos callejeros que brotan como flores de la miseria por el centro de la ciudad no tienen otro objetivo que sobrevivir día tras día.
En la lista de pobres callejeros la mayoría son personajes anónimos que guardan su derrota en silencio bajo una manta sucia. Otros, como es el caso de Juan Ortega Buznego, se muestran al público tal y como son sin ocultar su realidad. Es el mendigo más integrado en la ciudad desde que un día se instaló delante de la puerta de Carrefour del Paseo.
Juan Ortega Buznego es mendigo como podía haber sido albañil o camarero o como hace veinte años ejercía el arte del malabarismo lanzando mazas y pelotas de goma al cielo y echando fuego por la boca como si fuera un dragón. Ahora sigue haciendo malabares, pero con las manos en los bolsillos. Como por arte de magia se gana, moneda a moneda, el pan de cada día, sin necesidad de rasgarse las vestiduras ni de hacer juegos de manos, ni de levantarse del suelo. Dice que llegó por primera vez a Almería hace más de veinte años, cansado de la humedad de Bilbao y huyendo de los recuerdos y de la soledad. Desde los trece años se quedó sin padre y sin madre y después murieron sus tres hermanos, por lo que no tuvo otra salida que echarse a la calle con la mochila a cuestas después de escaparse del reformatorio.
Todos los días instala su alfombra en el suelo, coloca la toalla de las limosnas y espera con paciencia a que lleguen esas almas caritativas que le ayudan a sobrevivir. Con el tiempo se ha ido ganando una clientela fija y son muchos los que acuden a él para que les cuide el perro mientras entran a hacer la compra al supermercado. Hay quien le trae una plato de comida o una bolsa de ropa o el que le pone un billete de diez euros en la mano. Dice que hay mucha gente buena en Almería, gente que no le pregunta por qué no se pone a buscar un trabajo ni qué hace pidiendo en medio de la calle.
Juan ‘el vasco’ no es un mendigo pedigüeño de los que ponen la mano y suplican una limosna. Llega a su puesto de trabajo, se sienta y ve pasar el río de la vida, sin inmutarse, como si fuera un árbol. Ahora viene la mejor época del año, cuando la gente suele ser más generosa. En las vísperas de Navidad no hay un día en el que no regrese a su madriguera con dos bolsas bien cargadas de comida. Esta Noche Buena no pasará hambre, pero no podrá evitar la maldita soledad que le espera en el portal de un cajero de un banco del Paseo donde al menos puede dormir sin pasar frío y sin empaparse los huesos de humedad.
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