La fisonomía de lo que había sido el antiguo chaflán del porche del Herrador, entre la calle de Granada y la Plaza de San Sebastián, cambió cuando a comienzos de los años setenta construyeron un edificio moderno en el solar donde reinaba una fuente maltrecha. El nuevo edificio rompía la armonía de aquel rincón de la ciudad donde todavía destacaban las casas antiguas, pero tuvo un aspecto positivo: fue una inyección de vida para la zona y un repunte comercial gracias a dos negocios importantes que se instalaron en los pisos bajos: el Café Barea y la Delegación del 1x2.
El Café Barea llegó a su nueva ubicación después de una larga trayectoria en la calle Braulio Moreno, cerca del Hospital, donde su fundador, José Barea Romero y su esposa, Francisca Fernández Fresneda, empezaron a buscarse la vida con una tienda de comestibles.
El matrimonio Barea-Fernández se puso al frente del establecimiento y como tenían ganas de progresar y empezaban a llegar los hijos, optaron por ampliarlo colocando una barra adjunta al mostrador que se convirtió en un pequeño bar improvisado. Esa barra escondida de la tienda de comestibles era muy frecuentada a primera hora de la mañana por los trabajadores del puerto, que iban allí a despertarse con las primeras copas de anís y coñac del día.
El éxito de la barra y de las copas animó a los Barea a reconvertir el negocio, por lo que a mediados de los años cincuenta decidieron abandonar los ultramarinos y poner un bar. Por las mañanas explotó el tirón de los cafés tempraneros y de los churros recién hechos, y al mediodía las buenas tapas y las raciones de patatas fritas.
El matrimonio trabajaba sin descanso en el bar y sacaban tiempo de donde no lo había para ir criando a los hijos que iban llegando por oleadas. La fértil pareja trajo al mundo seis niños y una niña y con una familia tan numerosa no tuvo otra alternativa que buscar nuevos horizontes para salir adelante. En 1972, viendo que la calle Braulio Moreno empezaba a apagarse, los Barea tomaron una de las decisiones más arriesgadas de su vida, comprar un local de un piso que acababan de levantar entre la Plaza de San Sebastián y la calle de Granada para abrir allí un establecimiento moderno con más perspectivas de futuro.
Comprar el local les costó dos millones y medio de pesetas, que en aquellos tiempos era una cantidad importante, tanto que algunos amigos le preguntaban al padre que si había perdido la cabeza para meterse en una apuesta tan importante. Por fin, en 1973 abrió sus puertas el nuevo bar Barea en pleno centro de Almería. La valentía que demostraron no pudo ser más rentable, porque el negoció no tardó en convertirse en uno de los más importantes de Almería en su ramo, que sigue en pie en el mismo edificio y funcionando a toda máquina medio siglo después, ahora en manos de los hijos de los fundadores.
Junto al Café Barea se estableció otro negocio de referencia, la Delegación del 1x2, o lo que es lo mismo, el templo de los quinielistas que cada fin de semana alimentaban el sueño de convertirse en millonarios. En Almería el juego de la quiniela tuvo muchos seguidores desde que un joven del barrio de Regiones, Francisco Pérez Martínez, alpargatero de profesión, acertó un boleto de catorce resultados. Un lunes por la mañana, cuando había ido a la alhóndiga con su carrillo a por la verdura del día, mientras que estaba tomando un café en el bar Puerto Rico, escuchó por la radio los resultados de la quiniela de fútbol y se fue a su casa con la mosca detrás de la oreja. Cuando llegó comprobó que tenía los catorce aciertos y que había ganado veinte mil duros, un dineral en aquellos tiempos. Desde ese día, Paco ‘el alpargatero’, el humilde tendero del barrio de Regiones, se convirtió en Paco ‘el de la quiniela’, el rico del barrio.
Los domingos de los años cincuenta llevaban impresos los sonidos de los locutores de la radio dando los resultados y la quiniela. Había una hora de la tarde, cuando ya habían terminado los partidos, en los que los aficionados se congregaban en los bares del Paseo y en el Pasaje de la calle Rueda López para enterarse por la radio de cómo había transcurrido la jornada. Era habitual que los establecimientos colocaran en un lugar preferente, una pizarra donde destacaba la quiniela definitiva.
En los primeros años setenta se podía entregar el boleto en los estancos en algunos kioscos y en los bares autorizados, aunque la mayoría de los aficionados que apostaban solían llevarlo directamente a la delegación del patronato en la Plaza de San Sebastián.
Los viernes por la tarde, que era el último día, íbamos allí muchos niños de la época con el boleto que rellenaban nuestros padres en la mano y el dinero en el bolsillo, dispuestos a aguantar el tirón de la cola que se formaba delante de la ventanilla. La espera no se hacía pesada porque solíamos ir repasando los pronósticos y de paso, soñábamos un rato con lo que haríamos si consiguiéramos el mítico boleto de catorce o si lográramos un buen pellizco con los trece resultados que en aquellos tiempos también repartía cantidades importantes. Entonces se soñaba con comprarse un piso nuevo, un coche y si los millones alcanzaban para sueños mayores, con dejar de trabajar.
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