El calzado que servía para todo

Las madres peleaban para que los niños no jugaran al fútbol con los zapatos del colegio

Niños jugando en uno de los solares que a finales de los años 50 existían entre Ciudad Jardín y San Miguel.
Niños jugando en uno de los solares que a finales de los años 50 existían entre Ciudad Jardín y San Miguel. La Voz
Eduardo de Vicente
18:51 • 12 ene. 2025

Cuando uno se calzaba unas botas Chirucas una sensación de seguridad te recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. Te sentías protegido, preparado y dispuesto para salir a la calle y afrontar con garantías esa batalla diaria que se libraba con los pies en una época en la que siempre encontrabas algo por medio para darle una patada.



Algunos cruzamos por la infancia soltando patadas a todo lo que se movía: a una pelota, a una lata vieja, a una puerta metálica de las que hacían ruido, o al trasero de un amigo jugando al dólar.



Unas botas Chirucas te sujetaban los pies hasta el tobillo y aunque pesaban más que los zapatos habituales, cuando después de dos días te acostumbrabas a llevarlas ya no podías pasar sin ellas. Las Chirucas eran un calzado todoterreno, que lo mismo nos servían para afrontar la formalidad del colegio, que para salir después a la calle a jugar al fútbol o para atravesar los charcos cuando caía un chaparrón. Con ellas atravesábamos los inviernos sin mudarnos de calzado.



Las madres de entonces, que no se cansaban de recordarnos lo mucho que costaba ganar una peseta, peleaban a diario para que los niños no jugáramos al fútbol pensando que aquellas botas tenían que ser eternas. Cuando llegábamos de la calle con el calzado castigado por el juego nos echaban la bronca y le pasaban por encima un trapo húmedo para que recuperaran parte de su esplendor.



El calzado callejero era diverso y cuando salíamos a jugar al fútbol lo mismo te encontrabas con un amigo que llevaba las botas de fútbol que le habían echado los Reyes que las viejas sandalias de goma que nunca pasaban de moda. Había quien jugaba con las zapatillas de casa, con los zapatos rotos del hermano mayor o con aquellos Gorila que como las botas Chirucas, tenían la magia de servir para todo. El límite de lo reglamentario era jugar descalzo. Había niños que para no profanar el calzado del colegio preferían jugar con los pies al aire, como faquires callejeros.



Los zapatos te delataban, contaban algo de tí, como si llevaras un carnet de identidad en los pies. Un niño con unos zapatos de charol radiantes solía estar un escalón por encima de la bendita clase media, mientras que otro que llevara todo el año unas sandalias de goma pertenecía, sin riesgo de equivocación, al escalón más humilde de la pirámide social.



En la década de los sesenta y la que vino después el calzado que nos igualó y se convirtió en un símbolo de esa clase media a la que fuimos llegando desde abajo fue los zapatos de la marca ‘Gorila’. La primera tienda en Almería que los puso en sus escaparates fue Calzados Plaza, de Pedro Plaza Ortega, en el número 31 de la Puerta de Purchena. Corría el año 1955.



Los ‘Gorila’ fueron evolucionando para adaptarse a las necesidades de los nuevos tiempos hasta que en la segunda mitad de los años 60, coincidiendo con la eclosión de los anuncios televisivos, se convirtió en el calzado más famoso del país, llegando a formar parte de la indumentaria habitual de los colegiales.


Los ‘Gorila’ los utilizabas para ir al colegio y también para jugar al fútbol en medio de la calle, desobedeciendo los consejos de las madres. Cuando llegábamos a la casa traíamos todo el polvo de la calle metido en los zapatos y para evitar que nos regañaran o que nos impusieran un castigo, solíamos recurrir a un antiguo remedio que heredábamos de los otros niños mayores: el viejo truco de los escupitajos. A fuerza de saliva intentábamos enmendar el entuerto, casi siempre sin conseguirlo, ya que el remedio solía ser peor que la enfermedad y dejábamos los zapatos hechos un Cristo.


Llevar los zapatos sucios no era ningún defecto, más bien el llevarlos siempre limpios era un elitismo del que disfrutaban unos pocos, aquellos que nunca jugaban en la calle, los que cumplían a rajatabla las recomendaciones maternas, los que de verdad estaban bien educados.


En los veranos dejábamos los ‘Gorila’ guardados en una caja en el armario y nos colocábamos las sandalias. Algunos teníamos el privilegio de contar con dos juegos de sandalias: unas de diario y otras de domingo. Las primeras eran de batalla y terminaban casi siempre en el quirófano del zapatero remendón; las segundas, las de color blanco, eran para los días señalados.


Los más humildes se tenían que conformar con montarse en aquellas sandalias de goma que se hicieron tan populares a lo largo de varias décadas. Eran de goma pura, lo más barato que había entonces en los mercados. Cuando por los efectos del calor y de la tierra de las calles empezabas a sudar, por el filo de la goma se iba quedando un rastro de roña que se grababa en el pie como un tatuaje.


Temas relacionados

para ti

en destaque