José Antonio Martínez Soler es un maestro en periodismo, en “almeriensismo” y en feria. Pese a su larga y fructífera carrera profesional fuera de Almería nunca ha faltado a esta cita. Por eso inaugura esta sección de almerienses “de la diáspora” en feria que durante todos los días nos acompañará.
¿Cuál es su primera sensación de la feria que recuerde hoy?
Mis primeros recuerdos se remontan a los días previos. Los niños de barrio teníamos que ahorrar para que la hucha (entonces le decíamos alcancía) nos diera para subir a los cacharros. Romper la hucha y contar las perras y perrillas era emocionante y... decepcionante. No nos daba para mucho.
Recuerdo los gigantes y cabezudos que pasaban por la calle Restoy y el Paseo Versalles, cerca de mi casa. Y la regadera municipal que nos refrescaba las calles de tierra y barro. Nos vestíamos de limpio y bajábamos en tropel al Real de la Feria, junto al Puerto. Una foto vieja me ha grabado la imagen de conducir una moto, como la Guzzi roja de mi padre, con mi primer trajecillo de pantalón corto.
¿Cambia su actitud hacia ella con el paso del tiempo?
Con el paso del tiempo, los objetivos y las expectativas de la Feria van cambiando. Primero fueron los cacharos infantiles, con su chute de adrenalina y miedo; luego, la pandilla mixta, que abandonábamos para ir con nuestra chica a los bancos más oscuros del Parque, con la música ferial de fondo. Las primeras casetas de cante y baile flamenco (como El Ventorrillo), el exceso de alcohol y el chocolate con churros, casi al amanecer, eran para los años de bachiller.
Al emigrar, en busca de estudios, amores o fortuna, la Feria se alzaba en nuestros recuerdos como algo mítico, imprescindible. Era, entonces, la Feria del reencuentro con los amigos y amigas. Abrazos, copas y tertulias interminables. Inolvidable. Hasta que llegan los hijos y quieren repetir tu aventura con los cacharros (¡qué ruina!). He pasado muchas ferias (agotadoras y emocionantes) con mis tres hijos a cuestas. Y, para ellos, felizmente, la historia se repite.
Ahora regreso a la capital, en cada Feria, solo para ver a los amigos que vienen a lo mismo. Y -¿por qué no decirlo?- para sufrir también las ausencias. Son ataques de nostalgia. Pero el ruido excesivo empieza a molestarme y trasnocho menos que antes. ¡Vamos que me duermo en plena Feria!. Prefiero madrugar, pasear y tomar aperitivos en la Feria del Mediodía, gran invento para los jubilados.
¿Ha disparado alguna vez a los botellines?
He disparado a todo lo que se movía en las casetas. Siempre con la sospecha de que aquellos feriantes te hacían trampa. Se decía que las escopetas tenían la mirilla desviada para que no acertaras con la diana.
¿Participó en alguna prueba o competición deportiva?
Aunque fui un pésimo deportista (ahora he mejorado con el tenis y la pesca), participé varios años en los campeonatos de atletismo de Feria que se hacían en el Estadio de la Falange. No recuerdo haber ganado medallas, solo diplomas de papel. Nadie me quería en baloncesto. Y en fútbol, solo como defensa, porque era alto y fuerte para mi edad.
Si tuviera que subir en algún cacharrico a alguien, ¿a quién sería, en cuál y por qué?
A mi me gustaba el látigo. Daba miedo y se te agarrotaba el estómago. Hasta que un día, con unos amigos (y amigas) me meé de la risa. No se si fue por las vueltas o por el exceso de risa o de cerveza... ¡Qué vergüenza!. Entonces le tomé manía al látigo. Ahora solo subiría con mi chica en los autos de choque, pero en coches distintos para poder chocar con ella con gusto. Claro que ella conduce mucho mejor que yo. Y no solo el coche.
¿Qué le sugiere el incesante baile de Los dos maños?
Si se refiere a lo que estoy pensando, ese vino dulce fue el primero que probé en mi vida. Lo tragué con disimulo, como un hombre, ayudado por la galleta que acompañaba siempre a la copita. Ese vinito dulce era un rito de iniciación a la adolescencia, esa terrible enfermedad que solo se cuera con el tiempo.
¿Tienen sentido la ferias cuando hay fiestas constantes los fines de semana?
Claro que sí. Las fiestas de fin de semana son para los almerienses que viven aquí todo el año. La Feria de agosto es la fiesta del reencuentro de los residentes con los que emigraron y con los forasteros enamorados de Almería (y del Cabo de Gata) que nos visitan cada año por estas fechas. Es un enorme mercadillo de afectos con fecha fija. Hay que conservar la Feria pero sin estridencias.
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José Antonio Martínez Soler