Era el primitivo Cine Tenis como un galeón varado a las afueras del pueblo, justo donde acababa el caserío y empezaba la cuesta desnuda de La Gurulla, justo donde agonizaba la marinera Garrucha y principiaban los dominios de la vieja Vera. Emergía allí mismo, en ese fielato de caminos, tanto que su pantalla, mil veces encalada por Antonio el Tallarín, pertenecía al pueblo de al lado y las butacas ocupaban territorio garruchero. Era un escenario de sueños, de piratas y bandidos, de indios y vaqueros, de besos y caricias al amparo de la oscuridad.
Fue el Cinema Paradiso para tantas generaciones de propios y veraneantes, que acudían a sus sesiones con un bocadillo de tortilla en la mano y una Mirinda que compraban en el bar. En tiempos de nuestros bisabuelos, antes de ser un espacio donde reinaba la ficción, era un solar anexo a un escorial de mineral, con casetas y dependencias industriales y donde se habilitó una primitiva pista de tenis, un deporte que llegó a Garrucha por influencia de los ingenieros de minas europeos y que practicaban familias hacendadas como los Fuentes, los Bahlsen, los Moldenhauer, los Soleres de Cuevas o los Giménez de Vera, con faldas hasta el tobillo y pantalones sportman.
Todos esos terrenos de ensanche eran propiedad del rico industrial don Paco Gea que lo convirtió tras la Guerra en un cine de verano para su sobrino Pedro Moldenhauer, quien con los años trabó alianza con el empresario Antonio González González que ya explotaba el Cinema, más al centro del Malecón y el Cine Español en el invierno.
El Tenis era un lugar mágico, remoto, un sitio que permanecerá siempre en el recuerdo de tantas generaciones de gentes que vivían en Garrucha su verano azul. Conforme uno se iba acercando, subiendo la leve cuestecilla de tierra y divisaba el viejo rótulo blanco con letras escarlatas y la caligrafía de las carteleras y oía la música de Antonio Machín por los altavoces y percibía los carrillos de pipas y palotes de la Sebastiana y de la Catalina, se le aceleraba el pulso. Se entraba por una tremenda puerta verde como de anfiteatro romano, escoltada por innumerables eucaliptos que proporcionaban un aroma balsámico. Allí estaba el Coco, que recién había regado el albero, y dentro aguantaban los despojos de la red del viejo campo de deporte frente al patio de butacas de madera, gastadas ya por el cansancio de miles de espaldas soportadas. A la sala de proyección se accedía por unas escalerillas y cuando Pedro el Porreras apagaba las bombillas y el haz de luz se disparaba hacia la pared y rugía el león de la Metro, se obraba el milagro bajo el cielo estrellado de verano y el chasquido de las pipas. E igual una noche aparecía Bud Spencer pegando mandobles, que otra era Ryan O’Neal acariciando a su novia en Love Story o Sofia Loren desafiando las leyes de la gravedad.
Las películas de Manolo Escobar y Conchita Velasco fueron un hábito el día de la Virgen y entonces veíamos aparecer a todas las ancianas del pueblo con el cojín en la cadera para no perderse las coplas del guapo almeriense. A veces el Tenis, junto a Los Arcos de Rossell, daba recitales de flamenco, como el de una noche en la que se juntaron las gargantas de Farina y Valderrama, en carne y hueso, y fue el acabose, el cine se venía abajo lleno de garrucheros emigrados a Barcelona o a Francia que volvían en vacaciones.
El Tenis resistió décadas, junto a la Venta del tío Agustín el de la Gurulla, junto a la playa de Villajarapa y el Varadero, junto las vagonetas aéreas del mineral. Después llegó el nuevo Tenis, con sus sillas metálicas, sus maceteros y su pantalla moderna.
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