Llegó a ser el Amancio Ortega español del XIX pero murió pobre como las ratas. Ninguna fortuna patria llegó a amasar en metálico y en propiedades inmobiliarias tan colosal caudal, hasta sumar 800 millones de reales, tosiéndole al mismísimo duque de Alba.
Dijo de él Pérez Galdós que era uno de los españoles más grandes de su siglo y no parece que exagerara porque José Salamanca y Mayol (Málaga, 1811-Carabanchel,1883) tuvo una vida de novela como estadista, especulador, banquero y mil cosas más. Además de dar nombre a un barrio de Madrid, introducir el ferrocarril en España y ser alcalde mayor de Vera.
Tuvo una juventud turbulenta este ‘nuevo conde de Montecristo’ como lo definió Dumas con quien alternó. Mientras estudió leyes en Granada, conoció a Mariana Pineda y abrazó la causa del liberalismo participando en la intentona liberal de Torrijos de derrocar a Fernando VII.
La amistad de su padre, un médico malagueño con el ministro Cea Bermúdez le proporcionó su primer destino en 1833 como alcalde mayor de Monóvar (Alicante) donde sobrevivió a una epidemia de cólera y volvió de la muerte cuando ya lo habían amortajado.
En 1835, el joven Salamanca llega a la Alcaldía Mayor de Vera y a titular de su primer juzgado de instrucción. Ese mismo año se casa con Petronila Liver more y estalla la sublevación contra el Conde de Toreno.
Se une en el pueblo almeriense al que fue su gran amigo, el industrial Ramón Orozco, que era el Jefe de la Milicia Nacional de Vera y adquiere gran notoriedad en la recién creada provincia.
Acompañó a Orozco como miliciano de infantería en su salida al encuentro del general carlista Gómez. Sus acciones adquieren nombradía en la provincia y es designado procurador por Almería en la Junta revolucionaria de Sevilla.
Esta fue la lanzadera para su carrera política en Madrid, que le llevaría a ser ministro de Hacienda en 1847, aunque pronto se apeó de la carrera gubernamental para dedicarse a las finanzas.
La Vera en la que ejerció mando en plaza Salamanca era entonces una ciudad gremial de menestrales y artesanos en la que Orozco y otros emprendedores como Anglada y Berruezo exportaban barrilla, espartos y naranjas por la rada de la Garrucha (aún no había descubierto Perdigón el filón de El Jaroso).
Allí, a Vera, llegó joven, apuesto aún, Salamanca, haciendo amantes en cada alfoz. Allí, en esa ciudad decimonónica de ilustrados comerciantes, enarboló la bandera de la libertad contra el absolutismo el abogado malagueño cuando su corazón estaba aún sin contaminar. En las tabernas de la Plaza Mayor, donde los moros siglos antes hacían el juego de las cañas, Salamanca bebía aguardiente mañanero y jugaba a los naipes con sus correligionarios en timbas que se prolongaban hasta la madrugada.
Tras su marcha de Vera a Madrid para quedarse con el negocio del estanco de la sal, conservó amistad con Ramón Orozco, un triunfador como él, pero la relación se fue enfriando por el giro a posiciones moderadas del malagueño.
Salamanca protagonizó una de las vidas más altisonantes del romántico siglo XIX de Espronceda y Larra: llegó a contar con once palacios repartidos por Madrid, París y Roma, donde vivió como un maharaja; puso en marcha la primera línea ferroviaria Madrid-Aranjuez, urbanizó el barrio madrileño de su mismo nombre que lo llevó a la ruina y tuvo tiempo para jactarse de ser el primer patricio en complacer a la ardorosa Isabel II.
Salamanca ha quedado para la historia como el bolsista romántico: por efecto de una jugada suya simulando un pronunciamiento del general Espartero, el malagueño llegó a ganar 30 millones de reales en una tarde, causando la ruina de miles de inversores y creando un pánico que hizo que algunos se tiraran por la ventana. Salamanca,entonces, se presentó en la Bolsa de la calle Carretas, rompió las pólizas e indultó a los deudores. Otra jugada de Bolsa que le fue desfavorable, le obligó a llevar el oro en sillas de postas y la plata en carros repletos. Este Rothschild español, este Rockefeller malagueño, concibió la idea de llenar España de postes telegráficos y a él se deben los primeros ferrocarriles nacionales, de Portugal, Italia y EEUU. Era el hombre más activo de Madrid: se levantaba temprano y recibía a todos los agentes de Bolsa. Era empresario también del Teatro Circo y conferenciaba con los redactores de los periódicos de su propiedad. Los políticos le confiaban sus secretos y dirigía en persona sus célebres banquetes y fiestas, pero eso no le salvó de morir arruinado con 72 años y debiendo la última paga al servicio doméstico.
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