La otra cara de graffitis y meadas

Juan Francisco Cazorla lleva veinte años dedicado a la limpieza de las calles. 

Juan Francisco con su instrumento de trabajo
Juan Francisco con su instrumento de trabajo
Eduardo D. Vicente
01:00 • 20 sept. 2015

Para el que lo realiza, un grafiti puede llegar a ser una obra de arte, una creación ejecutada con talento que expresa un momento de inspiración. A pesar del valor artístico de la pintura, el grafitero nunca compone en la pared de su casa, sino que en un gesto de generosidad, que algunos confunden con mala leche, busca una fachada ajena para llenarla con su ‘arte’. 
Detrás de una pintada callejera siempre aparece la figura de un empleado de la limpieza dejándose el alma para quitarla. Ahora disponen de unas mangueras con agua y detergente a presión y una mezcla de productos químicos que a veces funcionan y consiguen acabar con el grafiti, que en contadas ocasiones se borra del todo.





Juan Francisco Cazorla es licenciado en grafitis, chicles pisados y meadas esquineras. Lleva veinte años dedicado a la limpieza de la ciudad, primero como barrendero de carro, escoba y recogedor y ahora manejando la nueva tecnología que requiere menos esfuerzo y funciona con más precisión. Detrás del barrendero aparece él con su camioneta y su correspondiente depósito de 800 litros de agua caliente mezclada con detergente. Se le puede ver todas las mañanas practicando la hidro-limpieza por los rincones más complicados de la ciudad, allí donde los vecinos no fueron a clase el día que explicaron las normas de urbanidad. “Hay calles y plazas que amanecen como si no se hubieran limpiado en un mes: llenas de cáscaras de pipas, con chicles pegados en el suelo, con latas de cerveza... y no se le puede llamar la atención a nadie porque encima se molestan”, asegura.





En el mapa de zonas conflictivas que maneja, las más problemáticas se encuentran en callejones del casco histórico donde la suciedad aparece en forma de meadas. De las meadas callejeras, Juan Francisco podría hacer una tesis. No es lo mismo una meada de un abstemio que la de un bebedor, eso lo nota con solo verla. La meada del abstemio es más comedida, más austera, mientras que la del ebrio de cerveza, por poner un ejemplo, es mucho más escandalosa, más festiva, y cuando sale rebota en el suelo con fuerza y acaba llenando hasta las paredes. 




Olores Hay meadas que dejan un charco en el suelo y otras que corren cuesta abajo aprovechando la pendiente de una calle. Para el operario de la limpieza las más duras son las primeras, porque acaban formando una ciénaga donde el olor se hace insoportable. “Nosotros disponemos de mascarillas para protegernos cuando no podemos soportarlo”, me cuenta.





Las mañanas de los sábados suelen ser los peores días  porque se encuentra con los restos del naufragio que dejan los botellones, que a pesar de estar prohibidos siguen presentes en nuestras calles todos los fines de semana. Las manzanas próximas a la Plaza de Masnou, la Virgen del Mar y la de Conde Ofalia, o los alrededores de la Plaza de San Pedro y la Plaza de Careaga, son zonas calientes donde el encargado de la limpieza tiene que emplearse a fondo y hacer un gasto extra de material.





Es difícil que en el casco histórico un barrendero matinal encuentre espacios inmaculados; cuando no se trata de pintadas o de meadas están los excrementos de los perros, tan habituales ya en el paisaje urbano. Hay muchos propietarios que llevan sus bolsas reglamentarias para ellos mismos recoger las deposiciones, pero todavía quedan cafres que las dejan en el suelo como regalo para el que venga detrás. La historia diaria de estas calles está repleta de peatones que intentan disimular que acababan de pisar una mierda de perro.





Juan Francisco Cazorla es de los que abren las calles antes de que amanezca. Su oficio le exige levantarse de noche para dejar las calles habitables, a esa hora en la que no existe más vida que la de los noctámbulos que regresan de la juerga del día anterior y de las parejas de enamorados que apuran los últimos besos antes de volver a casa. 
Más de una vez se ha encontrado a dos amantes en plena faena en un banco de la Rambla o en un tranco de una calle cualquiera. Una mañana de San Juan, cuando iba a limpiar entre las barcas de la playa del Palmeral del Zapillo, se topó con un grupo de muchachas desnudas que todavía estaban celebrando la fiesta. 





Su trabajo es duro por el madrugón, pero tiene la ventaja de tener después todo el día por delante. El tiempo libre le da la vida y cuando después de las doce llega a su casa, se quita el uniforme y se pone el pantalón de deporte, Juan Francisco se transforma en otra persona. No es uno más de los que se han sumado a la moda del running, que afecta como una plaga a jóvenes y viejos, a gordos y delgados. Él practica la carrera desde que tenía once años y tiene la nada inestimable marca de una hora y trece minutos en una media maratón. Hubo un tiempo en el que se hizo esclavo del deporte y que de tanta carrera sobre el asfalto acabó maltrecho. De aquel tiempo conserva, como heridas de guerra, las tres cicatrices de las tres operaciones de rodilla que tuvo que superar. Las lesiones lo obligaron a retirarse de la competición y a encontrar el auténtico sentido de la carrera, que no es otro que el disfrute íntimo y la recompensa espiritual. “Cuando corro siento como si me escapara durante un rato de este mundo. Me reencuentro conmigo mismo, voy poniendo en orden mis ideas y llego a un estado de libertad que se me hace necesario en la vida”, asegura.
“Ahora todo el mundo practica el running porque es una moda que ha llegado con las películas, pero la mayoría son atletas de temporada, que se sacrifican unos meses antes del verano para perder peso y después lo dejan. Otros lo practican por motivos de salud, cuando el médico les advierte que el colesterol lo tienen por las nubes y la tensión descompensada. Yo entiendo la carrera como una forma de hacer la vida más agradable y de tener una calidad de vida que únicamente te la puede dar el deporte cuando llegas a una edad”, subraya.



Cuando Juan Francisco sale a correr, batalla contra la pereza y contra las molestias de la rodilla que constantemente le recuerdan excesos pasados. Es una forma de superación diaria, de convencerse de que con el esfuerzo todo es posible, hasta arrancar la mancha de una meada de whiskyes de una pared. 



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