El día del fin del mundo

 Los vecinos de Palomares son los inocentes de una historia en la que salvaron cuatro vidas humanas

Hombres del General Wilson haciendo trabajos de campo en Palomares en enero días después del accidente.
Hombres del General Wilson haciendo trabajos de campo en Palomares en enero días después del accidente.
Manuel León
01:00 • 20 oct. 2015

La mañana ventosa que los ocho kilos de plutonio se posaron sobre el suelo de Palomares como una pluma, John Kerry tenía 23 años, estudiaba Económicas y tocaba la guitarra en Yale, mientras Margallo, con su misma edad, se aplicaba con el Derecho en Deusto.
No barruntaban entonces, quizá con patillas y póster de Jimy Fontana en el cuarto colegial, que ambos  pondrían firma medio siglo después al principio del final de ese accidente con cuatro bombas nucleares que pudo barrer del mapa a media España. Ese lunes, día de San Antón, era un día como otro día, como aquellos que se reflejaban en Crónicas de un pueblo: el maestro don Pedro en la Escuela enseñando el Catón, las mujeres con las manos ocupadas en las matanzas caseras, los hombres como Pedro Alarcón con la espalda inclinada cavando la tierra, las vaquerías ordeñando leche y los pescadores de Aguilas calando las nasas enfrente.
A las diez y media de mañana, como tantos días, los reactores llegaron puntuales: nadie se asomó a ver la maniobra de repostaje del B-52 y el avión cisterna.  La costumbre había quitado interés al lejano espectáculo.
Pero una tremenda explosión hizo temblar la tierra del Levante almeriense entre la Sierra de Cabrera y la de Almagrera, entre el río de Aguas y el río Almanzora, entre Turre y Guazamara. Los fuselajes plateados se transformaron en una tremenda bola de fuego a 10.000 metros de altitud.
El cielo azul se cubrió de humo y empezaron a llover trozos de acero sobre Palomares iluminados por el chorro de combustible incandescente. Explosiones y más explosiones, y la gente corriendo de miedo y aullando de miedo como si se tratase del apocalipsis en una mañana que se prometía tan apacible como el hábitat de un caracol.




Llamas y pavor Las llamas se extendieron por algunos bancales de habas y varios truenos culminaron los fuegos de artificio. El terror se apoderó del vecindario y sintieron la necesidad de huir hacia la Algarrobina. Notaron una explosión cerca del cementerio y otra a 60 metros de los pupitres del Colegio. El accidente, que le cambió la vida a esta pequeña pedanía cuevana, se pudo ver desde Sorbas y Carboneras, desde donde Eddie Fowlie, el amigo de David Lean, hizo una fotografía del impacto desde el pico de la sierra.
Aún no había tomado tierra el Capitán Buchanam, con su asiento pegado a las nalgas, cuando varios vecinos llegaron para socorrerle y envolverlo en una manta aterido de frío. En la camioneta del hijo del alcalde lo trasladaron al hospital de Vera donde lo curó el médico don Jacinto González. En esos instantes Paco Simó, Bartolo Roldán y Alfonset, conseguían rescatar de las aguas a tres tripulantes más, el resto, siete más entre el avión nodriza y el bombardero, murieron abrasados.
El sol continuaba en su sitio, las gallinas seguían triscando en el corral de Sabiote, pero el susto estaba en el cuerpo: una vaca falleció del soponcio, según certificó el veterinario de Garrucha.
Del amasijo de restos de los aviones, los vecinos y la Guardia Civil consiguieron rescatar los cadáveres que fueron envueltos en mantas y trasladados a la capilla.
José López, con su motillo, se ocupó en apagar el fuego de una de las bombas que liberó plutonio. Antonia Oliva quiso guardar como recuerdo un trozo de metal. Pequeños y mayores jugaban entre una montaña de amasijos, entre alerones y trenes de aterrizaje, observando el cráter que había abierto el artefacto nuclear. Unos y otros manipularon las bombas H sin miedo ni precaución.
Un tercer avión superviviente, que también iba a repostar, envió la señal de alarma al Pentágono y se extendió por toda la España yanqui: Flecha Rota en el sudeste español. Los mandos militares estadounidenses tomaron el camino de Palomares, a través del aeropuerto de San Javier.




El capitán Calín




Entraron ya de noche por la carretera de Vera, acompañados del capitán de la Guardia Civil, Calín. Vieron el pueblo sin luz: la metralla había cortado los cables y al dueño del bar le confiscaron una lámpara de petróleo. Los marines instalaron el primer campamento junto al río, sobre bancales de habas y tomateras. Por la mañana, un intenso ruido de motores despertó a lo vecinos. Llegaban caravanas de camiones militares, helicópteros y avionetas cruzaban el cielo, como si fuera el Desembarco de Normandía.
El pueblo contempló atónito aquel despliegue de fuerzas, inédito en tiempos de paz. Llegaron periodistas y curiosos, pero ya se había empezado a acordonar la zona afectada y las palabras claves era top secret y no comment.Empezaron a encalar las fachadas de las casas y a quemar la ropa y se prohibió consumir los restos de la cosecha, ni siquiera podían utilizar el pienso para los animales. Los americanos parecían dispuestos a pagar lo que fuese por suspender las tareas agrícolas y pesqueras.
Hasta el domingo no apareció el Gobernador Gutiérrez Egea a quien los vecinos les reclamaron compensaciones por la cebada, por los tomates perdidos, por las lechugas, los pastos. El jerarca dijo: ¡no quiero que estaféis a los american0s, por esa cifra compro el pueblo! cuando le pidieron 39 millones de pesetas.
Empezó así el valle de lágrimas del vecindario por un suceso del que ninguna culpa tenían. Los pescadores de Villaricos, a los 15 días de no poder botar las barcas, hicieron un motín y amenazaron con quemar el campamento Wilson si no recibían un dinero urgente para comer. Al poco hubo reparto de alimentos de los americanos en la Plaza de la barriada cuando la gente empezaba a sentir hambre pura.
Se llevaron los hombres de Wilson 1.7000 toneladas de tierra radioactiva vía Cartagena para enterrarla en Carolina del Sur. “Ya está resuelto el problema”, exclamaron.




Por un plato de lentejas




La cuarta bomba H no aparecía ni por mar ni por tierra y la operación Flecha Rota no podía concluir. 80 días duró la búsqueda con los buques de la VI Flota americana desplegada por el estuario del Almanzora, hasta que la pericia de Francisco Simó, el pescador de Aguilas, puso sobre la pista al almirante Guest.
El submarino de bolsillo Alvin pudo izar el artefacto, que hoy está en el Museo Nuclear de Arizona, hasta el buque Petrel. Era Jueves Santo, 7 de abril, y los americanos mostraron al mundo el hallazgo en las primeras páginas de los periódicos, con Wilson y Guest a la cabeza, acampados del general Montel. Como llegaron se fueron, los militares del Lyndon Johnson, mientras Franco y Muñoz Grandes vendieron todo ese mastodóntico siniestro por un plato de lentejas. Muchos aprovecharon para hacer negocio: barberos, zapateros, limpiabotas, vendedores de telas, taxistas y comerciantes de ultramarinos que se llegaban hasta el campamento Wilson para ganar unos dólares.
Unas semanas antes, Fraga protagonizó aquel cómico chapuzón, lorzas incluidas, junto al atlético embajador Duke, en el que el funcionario americano prometió el oro y el moro para los vecinos de la comarca: turismo, carreteras, embalses. Al final, lo único que dejaron los americanos fue una depuradora de agua, que nunca llegó a funcionar, y muchos paquetillos vacios de Lucky Strike sobre la arena de la playa.




Los planes urbanísticos
Pasaron los años con el emblema grabado a fuego: “No hay radioactividad en Palomares”. Pero seguían los análisis de sangre y orina a los vecinos y el Ciemat mantenía los medidores de partículas en el pueblo. Hasta que empezó el desarrollo urbanístico y con el movimiento de tierras se empezaron a detectar niveles de americios y el Ciemat alertó de que quedaba medio kilo de plutonio  diseminado en 7 hectáreas que fueron valladas en 2004. La espada de Damocles sigue ahí, sobre una población inocente sobre la que se llevan acumulando 50 años de afrentas.





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