Uno imagina que los cabecillas de la Organización Mundial de la Salud, los que han dicho que la carne roja es veneno y que el jamón mata lentamente, deben de ser unos señores muy serios y enjutos, con el rostro amarillento de tanto comer lechuga. Y que desde la sobriedad de sus laboratorios, allá por Suiza, controlan lo que debemos comer sin haber tenido nunca delante de los ojos un jamón de bellota.
A esos tipos no les vendría mal darse una vuelta un día por Casa Joaquín, sentarse en una mesa si encuentran alguna libre y decirle al batallón de jamones que cuelga del techo todo lo que han contado de ellos en sus informes. “A ver si tienen cojones de decírselo a la cara”, me dice el dueño del establecimiento. Eso, a ver si estos doctores del hambre tienen valor de contarnos sus descubrimientos culinarios delante de un plato de lonchas recién cortadas de Cinco Jotas o de Joselito. Cómo va a matar este jamón si cuando te lo comes se produce el efecto contrario: te da la vida y es capaz de obrar el milagro de la resurrección en un enfermo, como si fuera un dios. Así, como un dios, los venera Joaquín López Godoy en su prestigioso bar de la calle Real. Tanta fe les procesa que les ha puesto un farolillo de paso de Semana Santa como adorno.
Cuando se coloca en una mesa, descuelga una pata de la púa, agarra el cuchillo y empieza la ceremonia del corte, loncha a loncha, se te caen dos lágrimas como puños de la emoción, como el que está viendo a su Virgen salir por la puerta de la iglesia en la tarde de un Jueves Santo. “Nada más que verlo, es un espectáculo de la categoría que tiene este jamón. Si estamos altos de que los médicos de España digan que es bueno hasta para el colesterol, como nos van a contar ahora el cuento de que puede producir cáncer”, me explica el dueño del negocio.
Si hasta los psicólogos lo recomiendan para ahuyentar el exceso de melancolía: no hay mejor remedio para la tristeza que meterse en Casa Joaquín y encerrarse en un mano a mano con un plato de jamón de bellota, a pecho de descubierto, sin ayuda de nadie. “En esta casa sólo trabajamos con jamones de pata negra auténticos, de los que siempre salen buenos”, asegura Joaquín. Por eso a nadie le debe de sorprender que un plato cueste veinticuatro euros, sabiendo además de antemano que nunca te vas a quedar satisfecho. Ocurre algo parecido con las gambas rojas de Almería, que las sirve a razón de ciento veinte euros el kilo y siempre quieres más.
Casa Joaquín lleva más de medio siglo abierta en su rincón de la calle Real, en el camino hacia el puerto. La crisis aciaga de hace unos años no ha podido con su apuesta por la calidad, y aunque asegura que se notó una bajada en el negocio, ha resistido firme durante la tempestad y ahora empieza a disfrutar otra vez de la calma. “Ya se está notando que la gente tiene más alegría a la hora de gastarse el dinero”, asegura.
Si la gran depresión no lo ha derribado, tampoco lo van a hacer los temerarios informes de los próceres de la OMS que desde la lejanía de sus despachos asépticos que huelen a lejía y a bolas de alcanfor se atreven a aconsejarnos que nos alejemos de la carne roja y que nos olvidemos del jamón para siempre. Pero cómo va a matar un jamón de pata negra, a no ser que te pongas debajo y te caiga uno en la cabeza.
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