El Santo se queda solo en el cerro

El abandono del lugar hace que la ciudad le dé la espalda

Los pocos que se atreven a subir bajan espantados de tanto abandono
Los pocos que se atreven a subir bajan espantados de tanto abandono
Eduardo D. Vicente
20:51 • 05 nov. 2015

Los niños subíamos al Santo con nuestras madres cuando llegaban las tardes interminables de mayo y era el tiempo de cumplir con las promesas hechas  durante el invierno. Subíamos las cuestas de tierra atravesando por delante de las casuchas donde era frecuente ver la estampa de los niños medios desnudos retozando entre las pencas como si fueran gatos y a las mujeres recostadas en la puerta apurando el último sol de la tarde mientras la ropa se iba secando tendida en los alambres. Aquel era un barrio anclado en una pobreza antigua que contrastaba con una ciudad que quería ser moderna. Calles ganadas a las piedras del cerro, casas agolpadas como cubos sobre las pendientes rodeadas de basura y de ratas, familias que no conocían lo que era un cuarto de baño ni una farola decente.




Un día entraron las máquinas y las palas se llevaron el arrabal por delante dejando únicamente el solar. Entonces se empezó a hablar de un proyecto de futuro para aprovechar aquel mirador privilegiado que se asomaba como un balcón sobre el aire hacia la ciudad y hacia la bahía. No existe un rincón en Almería que ofrezca una panorámica tan impresionante ni hay ningún lugar desde donde se pueda entender mejor la ciudad que desde la atalaya del Cerro de San Cristóbal. Desde lo alto se dominan los cuatro puntos cardinales, y en los días claros se pueden ver los perfiles del Cabo de Gata y de Sierra Alhamilla como si de una pantalla de cine se tratase. Se puede disfrutar de la ciudad primitiva en todo su esplendor y si uno traspasa la puerta de la muralla y toma el camino del cerro de las bolas, descubre toda la zona norte desde los barrios de el Quemadero y la Fuentecica, hasta los montes de la Molineta y el de Torrecárdenas.




Cualquier visitante que sube hasta allí sale impresionado por doble motivo: primero por el paisaje espectacular que descubre, y después por el grado de dejadez que presenta el recinto, tan asombroso como la belleza del entorno. La desolación empieza a cien metros de la Puerta de Purchena, cuando se inicia la subida desde la calle de Antonio Vico y se ven las murallas destrozadas y el barrio que lo rodea dejado de la mano de Dios. La sensación que da, tras dejar el centro de Almería, es la de entrar en otra dimensión, en una ciudad distinta, como si uno hubiera retrocedido treinta años atrás: las mismas miserias, la misma apatía, la misma soledad que invita a salir corrediendo y a dejarlo todo atrás. 




Ante este panorama, cada vez son menos los que se atreven a subir. Se ha creado una incertidumbre generalizada, un miedo de no saber qué se va a encontrar uno en la cima del cerro, un temor que impide a la gente, almerienses y forasteros, acceder al recinto.  




No es de extrañar que el Corazón de Jesús, que mira a la ciudad desde su privilegiado pedestal, se haya quedado solo; de vez en cuando aparece un turista perdido echando fotografías o alguna de las muchas visitas guiadas de grupos que recorren el casco histórico de Almería. Los sábados por la noche la placeta del santo se llena de coches y de jóvenes que celebran allí un botellón sin que nadie los moleste.




El Cerro de San Cristóbal se desvanece mientras su vieja muralla de piedra y sus torreones se caen de puro abandono, palmo a palmo, sin que haya  una sola voz que los reclame. Todos los esfuerzos parece que se han centrado en inaugurar parques: un parque al lado de la estación para ocultar el fracaso  del soterramiento, y otro en la Avenida del Mediterráneo para revalorizar el descerebrado proyecto urbanístico de la Vega de Acá. 




A muchos nos queda el  consuelo del Viernes de Dolores, cuando acompañando a la Virgen de la Soledad en su vía crucis volveremos a intentarnos en las miserias del  cerro para disfrutar desde lo alto de la belleza de la ciudad iluminada.





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