Por las calles de nuestra infancia pasaba la moto del panadero que con una canasta de madera en el maletero repartía el pan de casa en casa dejando en el camino un aroma que te llenaba el alma. Fue entonces cuando aprendimos que había otra forma de comerse el pan: cerrando los ojos y dejándose llevar detrás de aquel perfume inconfundible a vida recién hecha, porque el pan era un trozo más de nuestro cuerpo y de nuestra forma de pensar, modelados a fuerza de bocadillos de mortadela y trozos de pan con onzas de chocolate.
Aquel pan tenía su propio olor y también un sonido crujiente cuando lo partíamos con las manos para compartir la merienda con algún amigo. Tal vez no lo valorábamos lo suficiente porque lo teníamos tan cercano como el agua que salía por el grifo de la cocina o el plato de comida que nunca nos faltaba sobre la mesa.
Un día le perdimos el rastro y empezamos a convivir con un pan sin sensaciones, con un pan apócrifo que dejó de traernos aquellos olores de cuando éramos niños, y que dejó de estallar en nuestras manos para convertirse en pocas horas en una barra de goma que se doblaba sospechosamente.
Hace tiempo que nuestro pan cotidiano ya no huele a pan. El pan de los grandes hornos industriales huele a caliente cuando está recién hecho, pero después se esfuma hasta quedarse en nada y convertirse en chicle dentro de la boca. Uno ya no tiene esa percepción a pan de verdad que se podía comer solo, a pellizcos como lo comíamos los niños a escondidas de las madres, o con un chorreón de aceite y un puñado de azúcar para quitarnos el hambre.
Si uno lee las letras pequeñas de los envoltorios de las barras de pan de las grandes superficies comerciales, descubre que junto a la harina y la sal aparece un pelotón de ingredientes sospechosos entre conservantes, estabilizantes y trazas de frutos secos que no tienen nada que ver con el pan.
Frente al pan embustero que nos venden a granel y a precios de gangas, existe otro pan que empieza a reivindicarse como una alternativa a lo sucedáneo, como una posibilidad de recuperar los aromas perdidos. Este es el camino que están siguiendo Isabel Talavera Gómez y Pedro López Fernández, en su pequeño negocio de la calle del Socorro, junto al barrio de la Chanca.
Después de dieciocho años de batalla, están empezando a recoger los beneficios a un trabajo distinto. Su pan reivindica la masa madre que se va guardando de un día a otro para seguir pariendo vida. Su pan no conoce la masa congelada ni esas barras artificiales que vienen preparadas solo para meterlas en el horno.
Su pan es un pan madrugador que empieza a nacer todos los días a las cuatro de la mañana, cuando Pedro López se mete en el obrador y va dándole forma a la masa con la fuerza de sus manos. “Aquí elaboramos sólo productos artesanos, con las recetas que tenía mi abuela que era panadera”, me cuenta Isabel Talavera, la encargada del mostrador. “No utilizamos conservantes, ni colorantes, ni aditivos, nada más que sal, agua, harina y una mínima base de levadura con la masa madre”, asegura.
La historia de este negocio se remonta a 1993, cuando la pareja se instaló enfrente del cementerio con el eslogan; “Pan para los vivos y flores y velas para los muertos”.
Después cambiaron de escenario y vinieron a parar a la calle del Socorro, uno de esos adarves escondidos entre los restos de una vieja muralla, entre la Plaza de Pavía y la rambla de la Chanca. Durante años ha sido la panadería casera del barrio, hasta que desde hace unos meses la calidad de sus productos le ha abierto las puertas de importantes establecimientos del centro. Elaboran a diario pan de centeno, de espelta, de multicereales, barras de trigo, panes redondos de kilo y roscas de toda la vida. También toca los dulces: roscos de vino, de anís, de naranja, tortas de manteca y de chicharrones, pan de aceite, pan dormido, galletas de algarroba y ahora, de cara a Navidad, mantecados y roscones de reyes.
La empresa es pequeña: él y ella. La fabricación diaria es limitada, pero esta forma de entender el negocio permite una elaboración más minuciosa, artesana. Cada pieza de pan es un alumbramiento y no hay dos barras que sean exactamente iguales ni dos panes idénticos.
Todas las mañanas, antes del amanecer, el aroma del pan del obrador de la calle del Socorro inunda el barrio con un perfume parecido a aquél que nos dejaba el panadero que atravesaba las calles de nuestra infancia llevando en su moto la canasta del pan.
Un horno de leña de los de verdad
En la panadería ‘La Torre’ tienen pan de horno de leña porque existe un horno auténtico que se alimenta con los troncos que sus propietarios traen de Fiñana, Abla y Ohanes. Es el horno para los productos selectos, para aquellos que quieren recuperar viejas sensaciones.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/94598/el-obrador-de-los-aromas-perdidos