A la hora del Angelus de ayer, José era un cristiano normal, un banal administrador de loterías, un cincuentón- de buen ver aún eso sí- un nativo de la sierra de Madrid engolfado con el sol roquetero. Unos minutos después, cuando dos niñas con leotardos colorados sacaron del bombo las benditas bolas, ya era un héroe, un campeón del riego de millones por goteo.
A esa hora exacta de ayer, las 12.13, primer día del invierno, ya había hecho caer en la buchaca de miles de almerienses una lluvia fina de euros que sumada arroja un total de 452 millones del ala.
La noticia a José Martín- con cierto aire a Lauren Postigo en los buenos tiempos del Corral de La Pacheca- le asaltó en una oficina de La Caixa cuando había ido a cambiar un poco de dinero para poder canjear décimos sueltos, ajeno a lo que se le venía encima. Allí mismo, cuando recogía el cambio , la cajera le gritó ‘José que has repartido el Gordo dice la radio’. Y él: “oye, no estoy para vaciladas”.
Pero el transistor, tozudo, volvió a tronar: “el Premio Gordo, el 79.140, se ha vendido íntegramente en la Administración número 2 de Roquetas, en Almería”.
Salió por piernas, José, como cuando corría por las breñas de Guadarrama siendo niño, junto a Moralzarzal, el pueblo de aire limpio en el que se crió, donde se come el mejor choto a la brasa de la región. Y miró y remiró el número ya en su despacho frotándose los ojos, mientras ya empezaban a llegar curiosos a su puerta en la calle Rey Juan Carlos.
Era gente con botellas de sidra y guitarras, pero pocos agraciados con el premio más soñado. Tan solo una morita con su madre, con toda la felicidad del mundo en su rostro juvenil y un senegalés pobre como Oliver Twist, un paria de la vida, tocándose el corazón con el décimo de los 400.000 euros, acordándose de cuando varó en esta costa moribundo, en una patera, hace ocho años. Y entonces, al tiempo que sus empleadas Ana y Felisa se daban besos de madre, José, el héroe, con la mirada ya perdida por la emoción, con sus pantalones color tabaco llenos de lamparones de El Gaitero, se acordó de su amigo Alejandro, que a esa hora dormía plácido en Brasil, ajeno a que las dos sábanas que le había hecho llegar su compadre desde Almería le habían convertido en un tío más rico que El Dioni cuando atracó el furgón.
Y lo llamó, y lo llamó por teléfono: Alejandro, Alejandro, contesta, joder”, pero al otro lado del Atlántico aún era temprano para el nuevo acaudalado.
Como parte del previsible atrezzo iban llegando, bajo un sol que ya picaba, director y empleados de oficinas bancarias cercanas como Jorge y Francisco, de La Caixa, acompañados de Mateo, que le había cogido de vacaciones, pero sin poder resistirse a ver el ambiente: “un Gordo no toca todos los días”.
Tacones y zapatillas
Allí estaban también empleados de Cajamar y del BBVA repartiendo tarjetas de visita y buscando millonarios, como Juani Pastor, del Santander, luciendo tacones y color Botín, al lado de una señora que no tuvo remilgos en bajar en bata rosa de franela con gaticos, zapatillas a juego y pendientes como una plaza de toros.
Antonio tocaba sereno la guitarra, algunos se atrevían con el ‘Pero mira como beben los peces en el río’, los negritos se dejaban retratar, pero los millonarios seguían sin aparecer, mientras decenas de periodistas los buscaban como grano entre la paja. Era la primera vez que tocaba íntegro el Premio Gordo en la provincia desde el año de la Constitución de Cádiz, (las tres veces anteriores (1896, Almería; 2002, El Ejido; y 2007, Tíjola) se había repartido con otras provincias, y allí no habían aparecido más de tres o cuatro décimos con el cotizado 79.140, poco bagaje para una espera de más de dos siglos.
José, el henchido administrador, cada vez más cansado de posar, desvelaba que 800 de los 1.100 décimos vendidos habían ido a parar a un Colegio de Laujar: un hombre de montaña no podía olvidarse de las montañas para repartir suerte. Como hizo José García Ramírez, el lotero del Rostrico, cuando, con ayuda del ciego Ponce, repartió 12 millones de reales en el remoto 1896, muchos de ellos entre familias alpujarreñas, con el número 8.669.
Había quien hacía piruetas como Samuel Fati, aunque solo había conseguido el reintegro, que es como ir a un banquete y olfatear la langosta sin catarla. Angel, el tendero de la vecina zapatería Charlot se tiraba de los pelos porque había rechazado el número premiado la noche antes, al igual que Jesús, de la tienda de Vodafone, con tarjeta de becario al cuello, pobre pero contento.
Más de 30 años tiene la Administración agraciada, pero solo 14 meses lleva José regentándola: casi llegar y besar el santo, aunque él no haya pillado ni un solo euro tras haber tenido durmiendo en el cajón 500 millones -el Presupuesto del Real madrid- que han cuajado de millones esta provincia, dicen que emprendedora, pero con una tasa de paro del 30%. Salía y salía, el sobrepasado José -como el del Portal de Belén con los Magos de Oriente- a la puerta, demandado por las televisiones, por periodistas como Mabel Angulo, con el micrófono en la diestra y con la palma de la mano zurda haciendo visera para protegerse del sol. Contaba una y otra vez José la historia del décimo, su historia, la que le ha cambiado la vida, mientras en el piso de arriba un canario no paraba de piar entre búcaros con flores.
Las camisetas del baúl
Llegaba con bigote resplandeciente, el delegado provincial de Loterías, repartiendo camisetas con el lema ‘Primer Premio vendido aquí’, exultante por haber podido por fin utilizar unas camisetas que se quedaban año tras año en el baúl.
Una azafata del Imserso, de ojos deliciosos, camuflada, miedosa, porque estaba allí curioseando en horas de trabajo, admitía que conocía a dos compañeros premiados. Y Antonio Bretones, un pintor local de brocha fina, levantaba los brazos en señal de triunfo al paso de un autobús cuyo chófer reventaba la bocina y gritaba por la ventanilla que había pillado un pellizco de 30.000 euros, ante la mirada de desaprobación de un policía local.
Empezaron a echar la persiana los comercios , como todos los días, como Joyería Ramón, deseando ver en el mostrador a alguno de esos millonarios.
También cerraba la puerta Chucherías Kiky y la clínica del doctor Khouri, cuando el sol estaba en lo más alto, con los morenitos que reían y reían sin parar, con Antonio guitarreando, con un niño en bicicleta entorpeciendo el trabajo de los cámaras, con una mamá con su carrito de bebé y con la periodista de Cuatro llegando in extremis, preguntando dónde estaba el champán, diciendo que no había visto nunca un Gordo tan soso.
A esa hora, el programa de TVE de Mariló conectaba en directo con el rostro fatigado del héroe. Pero la parte del león de este castizo premio estaba cocinándose a fuego lento algunos kilómetros más al norte, en una sierra como aquella en la que nació José.
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