Todavía, en los años setenta, vivíamos rodeados de cines, que eran los grandes escenarios del tiempo libre en los fines de semana. Quizá entonces no valorábamos el privilegio de tener una sala siempre a mano, a la vuelta de la esquina, porque formaban parte de nuestras vidas y era algo tan habitual como la tienda de comestibles del vecino que siempre estaba abierta.
Los cines eran en aquel tiempo la ilusión de la tarde de los domingos, como lo eran en verano las terrazas que también se repartían por todos los barrios para acercarnos las películas de reestreno del año anterior a un precio más económico y con el aliciente del bocadillo y el refresco para la cena.
Ir al cine tenía un aire de solemnidad, de acontecimiento extraordinario del que disfrutábamos una vez a la semana como mucho y siempre que nuestro comportamiento hubiera sido correcto. Nuestras madres solían amenazarnos con no dejarnos ir al cine si no nos habíamos portado bien durante la semana. Ir al cine era mucho más que sacar una entrada y sentarse en una butaca a ver una película. Era un acto litúrgico que empezaba en el momento en el que íbamos por la mañana a ver las carteleras que habían colgado en la fachada principal del cine, y cuando una hora antes de la sesión nos encontrábamos con el grupo de amigos para compartir la ceremonia. Porque al cine se iba siempre acompañado para poder contarnos después los unos a los otros, las escenas más impactantes.
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