Después de una primera semana de confinamiento domiciliario son muchos los conciudadanos a los que tal situación les lleva de cabeza. Cierto es que cada cual se debe a sus particulares circunstancias y en ese contexto resulta comprensible el peso de las medidas de inmovilización ciudadana, sobre todo en quienes habitualmente hacen de la calle su hogar, que en esta tierra son mayoría. La oferta de comentarios acerca de la imperiosa obligación de permanecer aislados es tan amplia y variada como el número de opinantes. Pocos días después de instaurarse esta auténtica pesadilla entre nosotros me comentaba una amiga, que se halla dentro de ese colectivo a quienes el confinamiento no le permite dejar de acudir a su puesto de trabajo, que agradece que la hayan reclutado para ejercer su actividad profesional, puesto que de no ser así no sabía cómo podría haber soportado varias jornadas consecutivas encerrada en casa y con toda su familia. En el polo opuesto están quienes el confinamiento –también es verdad que voluntario- conforma su propia vida, como los religiosos de clausura que han optado por un aislamiento personal, o los mismos tripulantes de embarcaciones. De entre el primer colectivo recuerdo hoy a María del Carmen Guerrero Covaleda, Sor Carmen, una carmelita calzada que ingresó en el Convento de Nuestra Señora del Carmen de la vecina capital nazarí con tan solo dieciséis años y pasó otros setenta y ocho de vida mística, sin que tan prolongada existencia entre los centenarios muros del cenobio le pasara factura alguna.
A un servidor, a decir verdad, no es el confinamiento lo que más inconveniente causa de todo este mal sueño que ha irrumpido en nuestras vidas. Hay tanto que hacer dentro de las paredes domiciliarias que en realidad tal encierro apenas suponga sacrificio alguno, tal vez porque desde temprana edad habité mis particulares confinamientos que en algún caso sí pudo representar una experiencia nada recomendable. El primer registro de algo parecido a un confinamiento he de buscarlo durante la primera infancia en el mismísimo corazón de la capital y, paradójicamente, entre un incesante ir y venir de viandantes y transeúntes en libertad a quienes llegué a envidiar con toda mi alma al otro lado de la luna delantera del Seat 800 que mi padre había estacionado frente a los Almacenes Segura, verdadero santuario comercial de la provincia, adonde él había entrado a recoger unas compras. La permanencia en el vehículo - con las cuatro puertas cerradas mediante el oportuno sistema de seguridad- fue tan breve como los escasos metros que mediaban entonces entre la acera de la Puerta de Purchena, junto a la que se alineaban los estacionamientos, y el establecimiento comercial, al que se accedía tras pasar bajo el familiar toldo de color canela. Aquel breve tiempo –tal vez cinco minutos- “confinado” se me antojó una eternidad, quizá porque una imperiosa y frecuente necesidad fisiológica se presentó sin aviso previo para acrecentar tan embarazosa situación. Una socorrida y oportuna bolsa de plástico alivió dicha contingencia, tras no pocos e incívicos intentos de regar el asfalto por la ventanilla.
A más de otros venideros episodios, volví a sufrir la desazón de la reclusión años más tarde, aún impúber, en el viejo seminario menor de Cuevas del Almanzora. Entre el vecino soniquete de las notas de ensayo de Los Puntos y la abigarrada sala de juegos de mesa sobreviví, no sé con qué andamiaje, a la angustia del encierro, dado que las normas establecidas así lo requerían, al menos durante el primer mes del curso escolar. Era octubre. El sol naranja de la tarde traspasaba la cristalera del ventanal por donde se esfumaban todas las ansias de libertad. Era domingo, primer fin de semana de claustro. Ni la generosa oferta de amistad de los compañeros, ni las consoladoras palabras de mi igual lograron amortiguar el inolvidable efecto carcelario que aquella situación grabó en la memoria personal de mis sentimientos. Quizá la mejor huella de aquellos días, de aquellas horas de enclaustramiento, me la dejó Tintín, el joven e intrépido reportero de pelo rubio, su perro Milú y sus amigos el capitán Haddock y el profesor Tornasol, cuyas aventuras acompañaron aquel tiempo de aislamiento. Con el abismo incomparable de los diferentes escenarios, estos días que hablan de interior a interior me hacen anhelar aquellos lejanos “confinamientos”.
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