Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar de quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte. Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.
El poderoso abusaba del débil. El mayor, del menor. Lo veíamos, no sin dolor, como algo casi inevitable. A nadie se le hubiera ocurrido entonces denunciar tales delitos a la policía, ni siquiera decirlo a sus padres. Guardé el secreto con tal fuerza y de tal forma, hasta para mí, que procuré olvidarlo completamente. Comparado con lo que sospechábamos que pasaba con algunos alumnos internos, sin pruebas fehacientes, lo mío carecía de importancia.
Lo peor de todo fue la decepción que me causó aquel fraile, que presumía de ser más amigo que profesor, cuando “se pasó de la raya”. Esa era la expresión de moda entre los niños para identificar a los pederastas con sotana. Ocurrió en el despacho del hermano prefecto cuando éste estaba de viaje y el hermano José ocupó provisionalmente su puesto. Me llamó al despacho, que tanto miedo nos causaba, para explicarme algo que ya no recuerdo y me sentó en sus rodillas.
Ocho o nueve años
Tenía ocho o nueve años y llevaba poco tiempo en el Colegio. Yo confiaba en él. Conmigo se mostraba simpático y generoso. Me daba caramelos y vales de buen comportamiento para mejorar mis notas o aliviar los castigos. En un momento, pasó de acariciarme el cuello y la cara a mis muslos. Yo vestía pantalón corto. Enrojecí de vergüenza y de impotencia. Me quedé paralizado. Él apestaba a sudor seco. Su respiración se aceleraba. No pude o no supe reaccionar hasta que me abrazó e intentó acariciarme el pito. O sea, hacerme una paja. Llegó a tocarlo. Aturdido, salté de sus rodillas, a punto estuve de caerme rodando por el suelo, y salí corriendo, espantado, de aquel despacho/mazmorra.
Tardé mucho tiempo en volver a cruzarme con él o a mirarle a la cara. Por supuesto, dejó de darme regaliz, bolas dulces y vales. Me daba miedo. Al año siguiente, fue trasladado a otro colegio, lejos de Almería. Entre los niños, el comportamiento de aquel fraile pederasta, y de otros con tendencias depravadas parecidas, era un secreto a voces. Sin especificar, decíamos: “Cuidado con éste o con aquel; ya sabes”.
Ahora ya sabemos, sí, que la jerarquía eclesiástica católica, sobre todo la española, encubría y encubre persistentemente los delitos de pederastia de sus curas y frailes, sexualmente reprimidos por el celibato, enfermos mentales o simplemente pervertidos. A veces, también los premia. Ese fue el caso del papa Juan Pablo II, que ya es santo, con el tenebroso padre Marcial, violador de niños y fundador de los Legionarios de Cristo. La Iglesia Católica aún tiende a tratar las violaciones de niños solo como pecado, no como un delito penal. Afortunadamente, el papa Francisco, que no es como el presunto santo Juan Pablo II, empieza a hablar en público del asunto. Su portavoz para la lucha contra los abusos sexuales de curas y frailes, el jesuita Hans Zollner, ha dicho que “esconder lo que la sociedad ya sabe no es creíble”.
Abusos en la Iglesia
Cientos de casos sangrantes ocurrieron en Massachusetts, uno de los Estados norteamericanos con más católicos, donde creció mi mujer. Incluían multitud de violaciones de niños, descubiertas por unos colegas del diario The Boston Globe, probadas en juicio, que han llevado a muchos sacerdotes y religiosos a la cárcel. (Véase la película Spotlight, ganadora del Oscar en 2016). Las indemnizaciones ordenadas por los jueces rozan los 3.000 millones de dólares, lo que ha llevado a la archidiócesis a la bancarrota. El cardenal arzobispo de Boston, que hizo la vista gorda, sigue huido y refugiado en el Vaticano. El papa emérito Benedicto XVI, acusado ahora de encubrir otros casos de clérigos abusadores de menores, cuando era arzobispo de Múnich, sigue en el Vaticano sin dar la cara. Finalmente, ayer mismo pidió perdón como ex arzobispo de Múnich y Papa emérito.
También la católica Irlanda está plagada de escándalos de pederastia que salen frecuentemente a la luz y acaban en los tribunales con indemnizaciones de 1.500 millones de euros. Con la cantidad de propiedades que tiene el clero en España no les supondría una gran pérdida vender inmuebles para compensar algunos de los daños gravísimos que han cometido contra sus víctimas indefensas. Lo peor, no obstante, es la impunidad. El todavía obispo de Tenerife llegó a decir impunemente que los niños provocaban a los clérigos.
En Francia, 330.000 víctimas en 70 años. En Australia no prescriben nunca esos delitos. ¿Qué pasa en España? ¿Acaso creemos que no ocurre aquí algo parecido a lo de Estados Unidos, Irlanda, Francia, Alemania o Australia? El silencio sepulcral que cubre los casos de pederastia de curas y frailes en España no tiene que envidiar, en nada, a la “omertá” que protege, con el secreto cómplice, a la mafia en Italia. España no puede ser tan diferente. La complicidad con el silencio es criminal. “Hay circunstancias en las que callarse es mentir”. Lo aprendí de Unamuno.
Valientes En las últimas semanas, han alzado su voz varios adultos valientes que, cuando eran niños, sufrieron violaciones y otros abusos sexuales por parte de frailes y curas católicos. Quizás, por eso, y por el informe que El País entregó al Papa Francisco con más de doscientos casos de pederastia en la Iglesia Católica en España, la Fiscalía ha tomado ya cartas en el asunto y todos los partidos políticos, excepto VOX y PP, se han mostrado partidarios de formar una Comisión de Investigación sobre estos delitos que podría ser dirigida por el Defensor del Pueblo. Ya era hora. Esta nueva atmósfera de esperanza en la lucha por la Justicia y contra el encubrimiento culpable de la jerarquía católica me anima también a mí a contar ahora aquella triste experiencia.
He superado en mi vida tres mudanzas transatlánticas, saltos de 6.000 kilómetros, con toda la familia a cuestas. Ninguna de ellas me causó tanto trauma como la que me llevó del Colegio Montessori al Colegio La Salle cuando estaba a punto de cumplir los ocho años. El primer día que pisé aquel edificio enorme, que fue cárcel, quise salir corriendo hacia mi barrio y al regazo del Montessori.
En el 2013, hace 9 años, celebramos en La Salle (copas, misas, banquetes, risas) los 50 años de nuestra promoción de Ingreso en Bachillerato. Los actos conmemorativos, ciertamente emocionantes y agridulces, fueron presididos por la ausencia de nuestros compañeros difuntos. A mí me tocó el honor, indeclinable, de dar el discurso de nuestras “Bodas de Oro” y del Primer Siglo de La Salle en Almería, juntos, en el Auditorio Maestro Padilla lleno a rebosar. Mi único mérito, adquirido durante ese medio siglo, lo sé, había sido simplemente salir en la tele. Para muchos, y especialmente para mi madre, salir en la tele era el no va más. Lo que dije allí, y está publicado, era verdad: un canto a la excelencia educativa de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Mi agradecimiento hacia la mayoría de mis frailes (los hermanos Sebastián, Felipe, Amado de María, Rufino, Pelayo, Joaquín, León, etc.,) también fue sincero.
Como ya era habitual en mí, no dije todo lo que pensaba. Oculté los abusos de los pederastas. Para entonces, yo gozaba del grado de maestro del disimulo. Ahora es distinto. Mi reciente jubilación, con la casa pagada y mis hijos criados, ha quebrado mi carrera triunfal hacia el doctorado en el arte de la diplomacia. Ya puedo decir y escribir casi todo lo que me de la gana. Como si fuera libre. Eso hago, por ejemplo, ahora. De los frailes no pederastas recibí una excelente educación y, por ello, les debo gratitud. De las manzanas podridas (“ya sabes”) huíamos como del diablo. Aquello era un secreto a voces. Ojalá, por fin, los culpables paguen penalmente por sus delitos y así se haga justicia con las víctimas.
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