¿Alguna vez te has preguntado por qué septiembre, octubre, noviembre y diciembre no son el séptimo, el octavo, el noveno y el décimo mes del año respectivamente? Lo cierto es que sus nombres significan precisamente eso: “Septiembre” viene del latín september, que incluye la palabra septem 'siete'. “Octubre”, de octōber, que contiene octo 'ocho'. “Noviembre”, de november, donde novem significa 'nueve'. Finalmente, “diciembre” proviene de december, donde decem significa 'diez'. Entonces, ¿por qué no concuerdan estas etimologías con su posición en el calendario?
Todo esto se debe a que el calendario romano inicialmente contaba solo con diez meses, y comenzaba en primavera. Así, el primer mes era martius (marzo), llamado así en honor a Marte, dios de la guerra. El segundo mes era aprilis (abril), probablemente en honor a Afrodita, diosa del amor; aunque hay quien lo relaciona con el verbo latino aperire, que pasa a castellano como ‘abrir’, y que podría simbolizar la apertura de las flores. El tercer mes era maius (mayo), en honor a Maya, diosa de la primavera. El cuarto mes era iunius (junio), y estaba dedicado a Juno, diosa del matrimonio y esposa de Júpiter (la versión romana del dios Zeus). El quinto mes era quintilis, que hacía referencia al número cinco, pero pasó a llamarse iulius (julio) en honor a Gaius Iulius Caesar (Julio César). El sexto mes era sextilis, pero al igual que ocurrió con el anterior, cambió su nombre a augustus (agosto) porque el emperador Augustus (Augusto) también quiso un mes para él. A continuación venían los cuatro meses mencionados al inicio.
Lo que ocurrió con este calendario fue que cambió: se hicieron varios reajustes con el número de días de cada mes y finalmente se establecieron dos meses más: Ianuarius (enero), en honor a Ianus (Jano), dios protector del Estado; y februarius (febrero) por el februum, un festival celebrado por los romanos durante este mes con el objetivo de “expiarse” o “purificarse”. Según se dice, por necesidades del gobierno, el año pasó a iniciarse en enero en lugar de en marzo. Esta inclusión de dos nuevos meses al inicio de la lista “empujó” al resto, provocando que ahora septiembre sea el noveno mes en lugar del séptimo; mismo proceso con octubre, noviembre y diciembre.
A todo esto, es probable que te hayas dado cuenta de que, exceptuando febrero, los meses siguen un patrón de días de 30 y 31: Julio César mandó que los meses pares tuviesen 30 días y que los impares contaran con 31. Pero, si te fijas bien, verás que agosto, aunque sea par, tiene 31. Esto es a causa del emperador Augusto: cuando vio que Julio César tenía un día más que él en sus respectivos meses, decidió alterar “un poco” el calendario para que su mes también tuviese treinta y un días (de hecho, se cree que ese día se lo robó a febrero).
En el siglo XVI, el calendario volvió a cambiar. El que había sido el calendario juliano se sustituyó por uno promovido por el papa Gregorio XIII (el calendario gregoriano). Lo que hizo este nuevo calendario fue resolver algunos desfases horarios mediante la introducción de dos años bisiestos cuando sus últimas dos cifras pudieran dividirse por 4 o 400, excepto por los múltiplos de 100. Con todo, nuestro calendario sigue siendo inexacto, por lo que en un futuro muy lejano no le quedará más remedio que volver a cambiar.
Finalmente, a modo de curiosidades, la palabra “calendario” viene del latín calendarium (la “m” final se perdió y la “u” átona se transformó en “o”), que era el nombre que los romanos les daban a sus libros de cuentas. Además, kalendae (calenda) era la forma de designar al primer día de cada mes, mientras que “semana” es una palabra tomada del latín tardío septimāna, que significaba ‘conjunto de siete’. Por último, “año” viene de annum (la “m” final se perdió, la “u” final átona pasó a “o” y el grupo de “n” geminadas se transformó en “ñ”); y de este término derivan algunos en castellano como quinquenio (de quinquennium, ‘periodo de cinco años’), sexenio, perenne (de perennis, ‘que perdura a través de los años’) o añejo (de annicŭlus, ‘de un año’).
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