Cuando el pasado mes de julio se firmó el pacto PSC-ERC para investir a Salvador Illa como presidente de la Generalitat me apresuré a afirmar, en estas mismas páginas, que estábamos ante un paripé. Dos meses han pasado desde entonces y nada parece indicar que deba cambiar mi opinión. Tanto un partido como otro tenían necesidad urgente, por razones distintas, obviamente, de llegar a un acuerdo y el documento que los catalanistas tenían que presentar a sus bases, para obtener su conformidad, debía redactarse con el suficiente atractivo como para motivar una decisión afirmativa.
Lo contrario hubiera supuesto una repetición de las elecciones con un desastre más que probable para el partido de Marta Rovira. Tengo la impresión de que si las condiciones de los nacionalistas hubieran llegado al punto de exigir algún párrafo relacionado con un referéndum –o un sucedáneo de referéndum- de autodeterminación, también se habría incluido. Lamentablemente, el quehacer político actual ha llegado a unos límites en los que se relativiza de forma descarada el valor de lo acordado. Un ejemplo de esto lo tenemos estos días: para aprobar el techo de gasto y los Presupuestos Junts exige al PSOE que cumpla con los acuerdos firmados para investir a Francina Armengol, entre ellos la transferencia a Cataluña de las competencias integrales de inmigración, algo que es imposible de satisfacer.
No es un paripé toda la integridad del documento suscrito entre el PSC y ERC. No hay objeción alguna a programar un Plan de Vivienda Social, a bajar el tramo autonómico del IRPF, a subir el Impuesto del Juego o a proteger el catalán. Son competencias autonómicas y hay libertad de establecer las políticas que más convengan. El paripé radica en el punto central: el que establece que la Generalitat recaudará y gestionará en Cataluña todos los impuestos estatales y, posteriormente, de esa tarta, nos devolverá al resto de los españoles dos porciones, una para sufragar los servicios prestados en Cataluña por el Gobierno central, y otra, de solidaridad. En ningún lugar del documento se especifica cómo se calcularán esos cupos. Salvador Illa ya ha asegurado este fin de semana en la Fiesta de la Rosa del PSC que él, o su partido, “garantizan la solidaridad de Cataluña”, como si esa garantía no fuera una obligación ineludible e indelegable del Gobierno central.
Injusta gracia
Desde las regiones periféricas, como es el caso de Andalucía, y más aún, desde las provincias periféricas de la periferia, como es el caso de Almería, tenemos la impresión de que siempre hay alguien por ahí dispuesto a robarnos la cartera. El régimen foral del País Vasco y Navarra fue para el resto de comunidades algo parecido al timo de la estampita, dicho sea de forma vulgar, por más que aparezca en nuestro texto constitucional. Fue el peaje que hubo que pagar por un cese de la violencia que después trajo más de 700 muertos, muchos de ellos andaluces. Afortunadamente, el País Vasco y Navarra sólo suponen el 7 % del PIB español. Podríamos decir que hasta aceptamos de buen grado esa injusta gracia, pero añadir a ese porcentaje otro 20 %, que es lo que supone el PIB catalán, sería situar a la mayoría del resto de comunidades autónomas en una pauperización de su Estado de bienestar y un incierto futuro para su desarrollo.
Como digo, yo creo que el acuerdo PSC-PSOE, en el aspecto que nos ocupa, va a quedar en papel mojado. Pero, por si acaso, conviene recordar que Andalucía tiene 8,5 millones de habitantes y más de 60 diputados en el Congreso. Y que PP y PSOE suman más de tres millones de votos en nuestra tierra. A veces da la impresión de que no somos conscientes de nuestra capacidad de influencia, tal vez porque nunca hemos querido ejercerla. Algún momento teníamos que hacerlo. Juanma Moreno y Juan Espadas han coincidido en que nunca aceptarán una reforma, la que sea, del sistema de financiación autonómica que suponga tratar a Andalucía de peor manera que a cualquier otro territorio de España. Pues blanco y en botella. ¿Podemos dormir tranquilos? Podemos.
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