Ayer, en el menú, había arroz con pollo, albóndigas rebozadas por las manos de María Eugenia y Comtesa de postre. El salón, amueblado con mesas castellanas, era un hervidero de trabajadores del polígono de La Redonda y el sonido -a esa hora mestiza en la que salen los primeros camiones verduleros rumbo a Europa- era el del telediario de Ana Blanco meneando la misma melena que hace 30 años, los mismos que tiene Cortijo Blanco, el restaurante en el término de La Mojonera que aglutina el mayor número de comandas del campo almeriense a once euros el almuerzo.
En la puerta se veía un vehículo de Koppert aparcado, junto al ronroneo de motores de la A7 yendo y viniendo. El interior era como una colmena de Cela, de mesas ocupadas por técnicos agrícolas, mozos de almacén, muchachas envasadoras y transportistas que bebían vino con gaseosa con los brazos morenos.
Un camarero recogía platos vacíos que hasta hacía un suspiro estaban cargados de calorías para afrontar las faenas de la tarde en las alhóndigas o en la cinta del manipulado; otro, que se parece a Luis Tosar en Cien años de perdón, anotaba los pedidos en una libreta reglamentaria. “De segundo hay también presa a la plancha que está muy buena”, aseguraba.
Los manteles son de usar y tirar y las paredes uno juraría que son de gotelé junto a las que se adocenan cajas con tercios de cerveza Mahou. El ritmo es frenético en Cortijo Blanco, tanto por parte del que come como del que sirve, en un quehacer mecánico perfectamente engrasado, en el que, a fuerza de repetirlo todos los días, ninguna pieza falla.
Había empleados de Biorizon con camiseta verde y una mesa de trabajadores que acababa de pagar a pachas y que salían hablando de cómo se van a repartir los turnos en el Día de Andalucía, con el sobrante de una botella de Lanjarón bajo el sobaco. A esa hora, en las mesas, empezaban a caer carajillos y belmontes, como caía el sol por la venta, como seguía cayendo como un sonajero la melena de Ana Blanco por sus hombros dando paso a los deportes.
Un tipo que parecía muy atareado incluso en la tregua del almuerzo hablaba con un cliente por un pinganillo atado a la oreja. “¿Cuántos palés vas a querer de mañana para pasado?”. En la sobremesa de otra mesa hablaban de motores de vehículos y aconsejaban a un muchacho que amagaba con comprarse un Nissan, que antes consultase en Forocoches.com.
Después, uno terminó descubriendo que Luis Tosar, en realidad, es Carlos Fernández, el dueño de esa botillería agro que abrió su padre Eduardo en 1989, un ejidense, antiguo policía nacional, que trabajó como escolta de Adolfo Suárez y que, de pronto, decidió parar y montar este bufé tan genuino como un Winston.
Eduardo comandó un tiempo este fogón de plato rápido, digno de aparecer en una novela del garbancero Galdós, y a su mujer María le cedió el gobierno de ollas y peroles. Ahora es su hijo, el émulo del gran actor, el que ha estirado el negocio en el que entran y salen a diario cientos de imprescindibles jornaleros de la agroindustria almeriense, el que ha abierto un servicio de cátering, el que lo ha convertido en un lugar donde casi todos los rumanos de Almería celebran bodas y bautizos, el que está a punto de inaugurar un nuevo fogón “La taberna de Carlos’ junto a la rotonda del Auditorio de El Ejido, el que con sus manos hace todos los días un licor de pulpa de naranja casero de calidad superior.
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