Sevilla, Huelva, Málaga, Córdoba, Jaén, Granada, Cádiz y Almería lucirán dentro de unos meses mármol blanco de la sierra de Los Filabres en alguna de sus calles o plazas principales. Durará toda la vida, porque así es la piedra blanca: imperecedera, como la del Moisés de Miguel Angel, como la de los leones de la Alhambra, como la de la bañera donde se aseaba el diputado a Cortes de Antas, Manuel Giménez Ramírez, que aún resplandece en una mansión más de un siglo después. Es una suerte que esa piedra blanca esté ahí, sumergida desde el principio de los tiempos en el norte de Almería.
Pero es una suerte también que la provincia cuente y que haya contado durante centurias con el buen hacer de unos canteros que la han arrancado de las entrañas de la montaña; con la magia del punzón de unos artesanos que la han domesticado en sus talleres; con el arrojo de unos emprendedores que la han conducido lejos, muy lejos, llevando solo el DNI entre los dientes, un catálogo de fregaderos y escaleras y la honradez de sus padres y de sus abuelos que han ido década a década abriendo puertas en Europa y América.
El mármol de Macael no es que esté de moda, es que no pasa de moda. Siempre estará ahí, como el mármol del Capitolio de Washington o el Taj Majal de La India. No hay nada que dure más en el paisaje de la historia que ese tesoro armiño que está ahí, que siempre ha estado ahí, aunque no se vea, aunque viva oculto en la sierra.
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