Los vegueros que llegaban por la calle Granada acudían al kiosco de Andrés a que les arreglara el reloj de pulsera o que relevara la pila gastada del despertador. Allí estaba este comerciante con pulso de cirujano, tras la ventanilla, solucionando problemas mecánicos, en su pequeño reino de esferas, agujas y correas. No era almeriense, pero como si lo fuera: aquí llegó con 25 abriles, en 1946, tras pasar por el sufrimiento de un tribunal de depuración, tras ser exiliado de Barcelona donde había emigrado con su familia charnega.
Andrés Troyano Ortega (Algeciras, 1921), abandonó la ciudad sureña cuando contaba con solos seis años. En la ciudad de Gaudí y El Paralelo, donde en esas fechas triunfaba una cuevana motejada como la Bella Dorita, el niño algecireño se dedicó a vender periódicos a voces por Las Ramblas. Hasta que la Guerra le truncó sus aspiraciones de abrir un tenderete propio.
Lo consiguió años después, en la tierra del Indalo, justo cuando Perceval estaba empezando engendrar su leyenda en La Granja Balear. Andrés llegó sin posibles, durmiendo de prestado en un camastro de la antigua Bodega de Manolo Aranda.
El bullicio
Empezó con una mesa plegable frente a la Casa de Rapallo, el año que un toro corneó a Manolete. Allí, este joven de homérico apellido se daba arte arreglando estilográficas de las que se gastaban antes de que llegaran los Bic; allí, bajo el colosal sol de la Puerta Purchena se defendía arreglando relojes, transistores o cualquier ingenio mecánico. Después instaló su primer kiosco de madera, el célebre Kiosco Troyano, frente al Restaurante Imperial y El Cañillo, rompeolas de toda la provincia.
Al lado paraban las tartanas de los pueblos y los coches de caballos.Tenía Andrés todo el bullicio del mundo para vender al proletariado, a las mujeres de los pueblos que confiaban más en la pericia de aquel algecireño resalao que en comercios de alcurnia.
Allí sobrevivían también, en ese tiempo que parece tan remoto, algunos charlatanes herederos de aquel León Salvador que vendía medias de seda parisina antes de la Guerra. Junto a Troyano montaban sus puestos a grito pelado el Quinito con sus cuchillas y crecepelos, Ramonet de Murcia con sus peines y polvos contra el dolor de muelas o Robles con sus botijos.
Troyano, antes de sacar la cabeza un poco, se lanzaba con su motillo a vender género por pueblos como Enix, Alhama o Lubrín, donde llegaba como un gitano de Macondo, como un afilaor de los de antes. Se casó dos veces, tuvo dos hijos y fue prosperando Andrés.
Se sacó el título de óptico y abrió en el Paseo (Troyano Internacional) con joyería, relojería, óptica y laboratorio fotográfico. También en la Plaza del Carmen, y en Lorca y Baza. Contó con buenos dependientes como Juanito, Martín el Rubio, Benavides, Carlos Oliva.
Fue maestro de relojeros, y ante todo un comerciante sagaz que estuvo arreglando relojes en el Paseo, con pulso juvenil, hasta sus 90 años.
Del Hispania y con el corazón a la izquierda
En cuanto alcanzó cierto respiro económico, en cuanto las ventas en su negocio empezaron a levar, Andrés Troyano se involucró como pocos en la vida activa de la ciudad que había elegido para vivir: fue directivo del Club Atlético Almería en 1953, vicepresidente del Hispania en 1963, y presidente de Club Deportivo Almería, con Santiago Errázquin de entrenador, en 1964. También colaboró en la fundación del Automóvil Club de Almería, junto a Emilio Pérez Manzuco, José Artés de Arcos y Ramón Gómez Vivancos. Presumía, aunque no representó nunca cargo público, de tener el corazón a la izquierda, y era correligionario de pioneros militantes como Antonio Muñoz Zamora, Baldomero Ortiz, Salvador Fuentes, Fernando Martínez o Natalia Huertas. Amigo de muchos de sus clientes, daba fiado sin remilgos, anotando los pagos periódicos en su célebre libretilla del kiosco. Falleció con 92 años el pasado año en su casa del Zapillo y el Ayuntamiento le debe aún una calle a su nombre que fue aprobada en Pleno por unanimidad el 27 de mayo de 2013.
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