La Almería de los años 20 - la del charlestón y los barriles en los tinglados, la de los balnearios y los cafés cantantes- se iba haciendo veloz: por el Paseo del Príncipe seguían transitando los carros de mulas y las tartanas que llegaban de El Alquián, continuaban los barrenderos retirando con sus escobas de brezo las cagarrutas de las acémilas y los almerienses, instalados en los veladores, seguían sintiendo el ¡arre, arre! acompañado de crujido del látigo sobre el morrillo.
Pero algo estaba cambiando: los primeros vehículos estrafalarios, con faros de carburo, ya empezaban a porfiarle el espacio a los coches de caballos por las vías de una ciudad sureña que no alcanzaba las 50.000 almas
Los ricos de la uva y del esparto empezaron a importar esos primitivos Dodge y Chevrolet, desde que un 21 de noviembre de 1900 rugiera el primer ingenio de cuatro ruedas por la arteria principal de Almería, un Marot y Gardon fabricado en Paris y conducido por José García Peinado, documenta con pericia José Luis Ruz.
Las primeras matriculaciones fueron un goteo débil pero constante, desde la primera, en 1907, desde que Ricardo Burgos recibiera en 1909 su suntuoso Darracq, hasta que empezó a formarse un primitivo elenco de épicos automovilistas urcitanos con el Marqués de Torrealta a la cabeza, García Algarra, los hermanos Viciana, o Antonio Acosta. En 1923 aún había 33 automóviles matriculados con la Al y la muchedumbre de las calles detenía su caminar cuando oía bramar algún motor y las mujeres aparcaban las tareas mañaneras y abrían los postigos para ver rodar aquellos ingenios.
Las bestias de los cosarios se espantaban cuando los conductores tocaban la exótica bocina y pasaban rozando los carros a velocidad endiablada. Tanto es así que el alcalde, en esos tiempos de Directorio militar, Antonio González Egea, emitió un bando regulando la velocidad máxima permitida a 12 kilómetros por hora.
Almería solo tenía entonces una carretera de primer orden, una línea de coches correo de tiro y una recién abierta ruta de autobuses de Alsina Graells por los caminos provinciales.
Berjón y Romay
Pero fueron apareciendo talleres y garajes como un sarampión, que iban arrinconado a los talabarteros, a herreros y albéitares, a los pelaores de bestias, que se ocupaban en la ciudad arrabalera de cambiar las herraduras de las mulas, de tener a punto monturas, albardas y correajes de los aurigas, de enjabonar la capa del animal y cortarle las greñas.
En esa mudanza de la tracción de sangre a la de motor, surgió el emprendimiento de Antonio García Ortega, un almeriense autodidacta con manos de santo para toda esa suerte de bielas, culatas, cilindros, cigüeñales y cojinetes, para todos esos engendros espasmódicos que hacían que los coches rodaran por las empedradas calles de entonces.
Antonio García abrió uno de los primeros garajes, talleres y concesionarios (todo en uno) de la ciudad, el Internacional, tras haber colaborado un tiempo con el Garaje Americano de Manuel Berjón, en lo que hoy es la Comandancia de Marina, en el Parque, donde Antonio compró en 1928 los dos primeros vehículos Ford A que llegaron a Almería, para transporte público.
Antonio era un apasionado de la mecánica, de los motores, un manitas talentoso, cuando todo este mundillo de propulsiones, fuerzas cinegéticas y pistones estaba aún en la prehistoria. Era también un aviador consumado miembro del Aero-Club y también formó parte de la primera directiva del Real Automóvil Club de Almería en 1925.
El mecánico almeriense disfrutaba enfundándose su mono beige, abriendo el capó, sumergiéndose en ese puzzle de artilugios grasientos que apestaban a plomo mientras el sudor le resbalaba por la sien.
Antonio, cuando conoció todos los secretos de esa mecánica romántica de aquellos coches vintage que hoy nos parecen tan evocadores, inauguró su propio negocio en el republicano 1931, en una de las naves que habían pertenecido a la sociedad Espartos de Andalucía, en el llamado Malecón de Abellán, a dos pasos del viejo Puente de la Estación.
Era toda una novedad para la época: poseía modernas jaulas con cierre mecánico para que los clientes encerraran esos primeros utilitarios de la ciudad y un enorme patio destinado al lavado de los autos con chorro a presión.
Había también local independiente para camiones y un soberbio taller de reparación, con máquinas de precisión, donde Antonio y su hermano Modesto a la cabeza dirigían al grupo de oficiales. Tenía también dependencias para la venta de coches y motocicletas de segunda mano.
Desde allí gestionaba el inquieto Antonio también su negocio de transporte compuesto por un taxi y un autobús que hacía los trayectos de Los Molinos de Viento y el Barrio Alto. Fue el primer gran taller moderno de la ciudad y al poco Trino Miras abrió el garaje del mismo nombre en una esquina del Parque, antes de trasladarse a Las Almadrabillas.
Empezaron a abrir también los primeras agencias concesionarias como la de Romay, en la Avenida de la República, que fueron anulando la dependencia que se tenía de las casas murcianas como la de Ramón Servet que servía Dodge, autocamiones Federal y Berliet y motocicletas Indian a través de su delegado en Almería, Francisco Ruescas.
Fueron estrenándose otros negocios del ramo como Garaje Cataluña, Garaje Sagredo, Garaje Estrella, Garaje Autoservicio, de Remigio Pieruz Fontanella, Garaje Inglés, Talleres Algarra, Taller de Los García, de Miguel García Bretones.
Almería se llenó entonces de torneros, fresadores, aprendices de chapistas, que tras el trabajo en los talleres se aseaban, se perfumaban con agua de colonia y se iban a esperar a las modistillas y a las dependientes del comercio, en el Cañillo de la Puerta Purchena, a soñar con casarse y formar una familia.
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