Historia de dos mujeres

Lola y Santiaga han cosechado, pegadas a la tierra, uno de los más altos galardones que concede el Gobierno

Santiaga Hernández Porcerl y Lola Gómez Ferrón con el premio recogido esta semana en Madrid.
Santiaga Hernández Porcerl y Lola Gómez Ferrón con el premio recogido esta semana en Madrid.
Manuel León
01:00 • 17 oct. 2015

Son hermanas, aunque no lleven la misma sangre, son parientes, aunque no mamaran la misma leche.  Aunque no compartan genes, son siamesas en esa pasión por tener un trabajo en el que el tejado es el cielo y la mesa la arcilla.
Su universo es el campo, el viento, los insectos, los madrugones rurales y limpios y han convertido en arte esa actividad neolítica que ahora cohabita con el dígito, el logaritmo y el wasap.
Una es Santiaga, velezana, del año de Vietnam, que alumbró sus ojos colegiales viendo a sus padres segar alfalfa y a sus abuelos cantarines aventar la mies con la horca; otra es Lola, de la playa de Balerma, cuando era aún pedanía de la uvera Dalías, ella era la jovencilla que tuvo que dejar el Instituto a los 14 años para ayudar a sus padres con la faena.
Santiaga- Santi- se casó con 18 años y se fue de aparcera, de pastora, como Miguel Hernández, a  la finca El Cortijico, en el pico más alto de la Sierra de María.




Prado de Heidi




Allí apacentaba 1.200  ovejas en un prado casi como el de Heidi, desayunando rebanadas de queso, protegiéndose del sol con una rempuja, oyendo el bicheo de los alacranes y durmiéndose de noche mirando los ojos amarillos de los búhos. La otra, Lola, creció oyendo narrar a su madre cómo su abuelo cuando pescaba mucha sardina  tenía que pedir auxilio porque se le hundía la jábega.
Su casa infantil tenía corral de gallinas y conejos, se sembraban tomates, pimientos y  habichuelas  casi en la orilla de la playa y se regaba a manta. Aprendió, Lola, a entutorar los frutos con caña y borriquetes y echaba setillos de monte con la anea de las charcas. El día que había tandas de agua, Lola y sus amigas no iban al colegio porque había que abonar.
Mientras Lola iba mamando amor a ese territorio litoral, Santi lo hacía a las cumbres de la Sierra, a la sombra del Mahimón, en ese ambiente pastoril, aguardando con rubor  los días de frío de la matanza, el olor a anís y matalahúva, el horno árabe echando humo por la chimenea.
Lola se pegaba cada vez más al balate en su Poniente y Santi al trigo, a la cebada,  a las parideras, donde venían al mundo los corderitos segureños. Una en una punta de la provincia y la otra en el otro extremo, pero de la misma leva, si hubieran sido varones, habrían hecho juntos la Mili; distanciadas por más de un centenar de kilómetros, pero cercanas en el porvernir que se estaban labrando. A Lola, cuando se casó, su padre le cedió un trozo de tierra y se fue directa a la Caja Rural de Juan del Aguila para pedir un préstamo con su marido Fernando. Su primer invernadero fue de palos de madera, no de hierros. Vendió en Balerma y se trasladó a Almerimar. Allí fue también, ella, parte del milagro, y se embarcó -como su abuelo en la barca- en una pasión enfermiza por aprender, como el Alfanhuí de Ferlosio,  de estudiar el comportamiento de las plantas, de los brotes, de los bichos, quedándose de noche a observar el crecimiento del fruto.
Santiaga, dejó la cumbre, el cortijo del señorito, y se trasladó con su marido a Chirivel, a la Finca del Ciruelo, a gobernar 700 cabezas de ganado y mucha tierra y pasto para cultivar, como los pioneros que llegaron a Oklahoma.
Allí, tras una experiencia en la cooperativa de productos ecológicos Agrupabío, vive ahora como auriga de una empresita de turismo rural (Ecoagroturismo), recibiendo  a esas familias dominguera que se pirran por ver un caracol baboso en el campo. Allí les sirve desayuno de miel con pan recién hecho y les enseña las rutas de los pastores transhumantes y las cerezas que germinan en Vélez Blanco.





Turistas en el invernadero




A Lola le decían que estaba como una cabra cuando hace una década dijo que iba a meter turistas en los invernaderos y ahora recibe 20.000 cada año. Es ya una clásica por las ferias  agrícolas de medio mundo, fue la mejor letrada en la crisis del E.coli y se inventó a Regordete y Larguirucho para que en Europa miraran con ternura al invernadero almeriense, su patria y bandera.
Por todo esto, que no es poco, acaban de recibir la púrpura y el laurel romano en el Ministerio de Agricultura. Un galardón por poner pasión en lo que hacen, un Premio Nacional de Excelencia  para dos mujeres almerienses: Lola Gómez y Santiaga Hernández.







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