Mi ya vieja nostalgia del paisaje y las gentes de Almería se entrevera con una difusa inquietud. ¿Cómo la encontraré si cedo a ella y vuelvo a las andadas? Más rica y adelantada que hace catorce años sin duda. Mas los lugares que conocí y me impregnaron de su luminosidad y nitidez, ¿corresponden aún a la imagen que de ellos conservo o han sido desfigurados por la fiebre inmobiliaria que hoy devasta la costa mediterránea con su expolio despiadado del suelo? La idea de ver confirmados mis temores aplaza indefinidamente el reencuentro. Prefiero refugiarme con cautela en la evocación de una belleza tal vez extinta.
¿Qué queda de mis recuerdos de La Isleta del Moro y la esplendidez de sus calas desiertas? ¿de los miradores abruptos desde los que avistaba la costa de Carboneras? ¿de Rodalquilar y los escoriales de la antigua mina de oro? Demasiadas preguntas que traslucen la impotencia de quienes asistimos a la destrucción acelerada de la naturaleza en la que se forjó el ser humano hace decenas de millares de años. La historia renueva sus ciclos y nos sorprende con sus vuelcos. Pienso en el dicho “cuando Almería era Almería, Granada era su alquería”. En el apogeo de las explotaciones mineras por compañías extranjeras a lo largo del siglo XIX y la ruina que sucedió al agotamiento de sus filones. En la precariedad de los recursos acuíferos destinados a la agricultura del plástico y a una urbanización imparable por la avidez vultúrida de sus promotores. En el mito del progreso sostenido que nos venden los políticos. En los turistas nórdicos ansiosos del sol barato y en los robinsones que alcanzan, ateridos y exhaustos, las playas de su engañoso Edén.
Desde la época en que escribí Campos de Níjar y La Chanca hasta mi tímida asomada en solitario poco después de la muerte del dictador -gobernaban todavía Arias Navarro y Fraga-, habían transcurrido otros catorce años. Podía ir a Níjar sin temor a ser colgado por los güevos en una farola del Paseo, conforme a la amable advertencia del exalcalde franquista, y pasear de forma anónima por una Chanca que evocaba aún la de las conmovedoras imágenes de Pérez Siquier. Me había despedido de ellos, definitivamente, creía, en Señas de identidad y mi retorno era el de un fantasma. Luego, tras la victoria del PSOE en las elecciones de 1982 y la llegada a la Diputación provincial de algunos políticos bienintencionados, el contacto se restableció. Visité de nuevo Níjar, Cabo de Gata, Pozo de los Frailes, Las Negras, Aguamarga, Garrucha, Villaricos. El nivel económico de la población mejoraba a simple vista: vivía sin las estrecheces de antaño, confiada en un porvenir más abierto y digno. Dicha relación con las autoridades se interrumpió por decisión mía en 1992, aunque mantengo desde entonces la comunicación con un fiel puñado de almerienses, comprometidos en la defensa de los marginados, payos, gitanos e inmigrantes. Mi recorrido fugaz por los invernaderos de El Ejido y subsiguiente denuncia del gueto infame en el que se hacinan los magrebíes y subsaharianos cambiaron otra vez mi estatus y me devolvieron a la condición de persona non grata de cuarenta años antes. Desde entonces no he vuelto a mi añorada querencia y me limito a seguir a través de la prensa cuanto acaece en ella.
Vi en fecha reciente el desmantelamiento del poblado nijareño de San Isidro por las excavadoras, captado con fuerza por el fotógrafo Sánchez Mesa: el poder arrasador de las máquinas y la desolación de los últimos chabolistas. Como escribió en La Voz de Almería el ensayista y editor de la injustamente olvidada “Colombine” y de España y sus Ejidos, Federico Utrera, “no hubo violencia en el desalojo, tan sólo lágrimas, y ¿a quién importan, tan ocupados como estamos en nuestros tesoros de nuevo rico y ocios de antiguo pobre?”.
¿Se les ha procurado, me pregunto aún, un albergue decente o han ido a refugiarse, como en El Ejido, en cabañas y alquerías ruinosas y abandonadas? Nadie lo sabe con certeza y la indiferencia casi general en torno a las bolsas de pobreza -de ellos, los otros- enquistadas en el mejor de los mundos me retrotrae a mis recuerdos de viajero por estos mismos lugares, dejados, como decían entonces sus habitantes, de la mano de Dios.
No obstante, la lucha valiente de los ecologistas y asociaciones de ayuda a los inmigrantes tiene a su alcance un excelente ejemplo en el que inspirarse: el de la combatividad de un barrio del que soy vecino de honor (no acepté el de la Legión que me ofreció el ex ministro de Cultura francés Jack Lang, por no compartirla con oficiales que se distinguieron matando a vietnamitas, argelinos o malgaches, pero sí el de mis amigos almerienses). Frente a la arbitrariedad de las autoridades municipales y sus intereses partidistas, La Traíña, que iluminó con su presencia José Ángel Valente, y el recién creado Foro de La Chanca, no cejan en su empeño de llevar a cabo su Plan de Reforma Interior, en consonancia con la singularidad y las aspiraciones de esta comunidad única en Andalucía y España: la construcción de un Centro Cívico Cultural en la conocida popularmente, desde los tiempos gloriosos de la rebelión antisistema, por plaza de Moscú. El Ayuntamiento almeriense del PP proyecta convertir dicho espacio, situado en el corazón de La Chanca, en el patio de recreo del vecino colegio de monjas, en contra del sentir mayoritario de una vecindad que ha sabido defenderse por sí sola de la invasión de las drogas y de los brotes malignos del racismo, ayer antigitano y hoy antimagrebí o antimoro a secas. La vitalidad excepcional de la sociedad civil chanqueña me invita a no perder de vista la evolución de Almería, atrapada entre la memoria de su miseria secular y el espejismo de un desarrollo sin límites y a la larga suicida, autodestructor.
Por mi amistad con Federico Utrera, el arquitecto Ramón de Torres, el educador Juan José Ceba y Pepe “el Barbero” de La Traíña, algún día - ¡antes de que se cumpla el nuevo ciclo de catorce años que pauta mis encuentros y desencuentros con Almería! -, me animaré a volver.
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