Era miércoles y la nueva mañana primaveral se presentaba apacible y soleada. Nada hacía presagiar que ese día pudiera resultar diferente a cualquier otro en la tranquila y cálida ciudad de Almería. Los empleados de las tiendas y comercios del Paseo se distribuían por las cafeterías para tomar su desayuno habitual, aunque había quien seguía pidiendo ponche o un americano. Algunos se acercaban al Colón, otros preferían las mesas del español o la curvada barra del Tivoli, de donde también salían los vecinos de los pueblos que habían llegado a la capital a hacer sus gestiones, la mayoría de las veces relacionadas con médicos. ¿A qué otras cosas iban a venir?
La Plaza del Mercado a esa hora era ya un hervidero de gente entrando y saliendo. En los puestos laterales carniceros sonrientes afilaban vigorosamente sus cuchillos antes de hacer rodajas sus grandes trozos de ternera, mientras que en los mostradores del centro las enormes pirámides de fruta y hortaliza se iban vendiendo kilo a kilo, y en el otro lado de la calle, al pescado fresco del Perdigal o de Roquetas se le echaba hielo triturado, que alguien había acercado desde la pequeña fábrica situada apenas unos metros más arriba, en la es quina de la calle Juan Lirola con González Garbín. No, nada parecía diferente aquella mañana del 20 de abril. Sin embargo, hoy, treinta y cinco años después, podemos recordar algo que sucedió aquel día y que iba a ayudar a cambiar la vida de miles de almerienses. Aquella mañana abrió sus puertas la primera oficina de la entonces Caja Rural Provincial de Almería, y con ella la ilusión y la esperanza de unos pocos hombres que querían contribuir a cambiar las condiciones de vida en una tierra que durante años había permanecido abandonada a su suerte y en cuyas posibilidades de futuro muy pocos creían.
Serían las nueve de la mañana. Aunque la hora es lo de menos porque aquel día, excepto sus empleados, probablemente nadie cruzó la puerta del pequeño local que se encontraba ubicado en la calle Méndez Núñez n° 14, y que había cedido el anterior Delegado de Sindicatos, Emilio Viciana Góngora, quien también había sido Presidente de la Cámara Agraria Provincial, y conocía muy bien los problemas y necesidades del campo almeriense. Jesús Durbán y Juan del Aguila firmaron una letra de 200.000 ptas para hacer las obras de remodelación y comprar el mobiliario necesario. A un carpintero conocido le dieron un trozo de pino, procedente de una antigua noria que había dejado de funcionar, para que con su madera preparara un mostrador, y para el suelo se hicieron con un resto de baldosas verdes, que le vendieron a buen precio por ser las últimas. En apenas 40 metros cuadrados pusieron tres mesas y un archivador con cuatro cajones, para guardar las fichas en las que anotaban las aportaciones que se iban consiguiendo.
Para actuar como cooperativa de crédito había que recibir la oportuna calificación por parte del Ministerio de Hacienda. Y para ello había que cumplir una serie de requisitos, entre ellos disponer de un capital mínimo que fuera suficiente para comenzar a operar Por eso durante los primeros meses de actividad en la nueva oficina no se atendieron créditos ni operaciones de ningún tipo, simplemente se abrieron cuentas y a quienes hicieron alguna aportación se les otorgó un interés anual por su dinero. En la mayoría de los casos se trataba de pequeñas cantidades que se hacían por amistad y confianza en quienes estaban al frente de aquel proyecto, pero que permitirían, poco a poco, que la nueva entidad se fuera dando a conocer.
Los empleados de aquella primera oficina fueron: Miguel Rodríguez Guillén, a quien se le encargó que atendiera la ventanilla. Perito Mercantil y Secretario de la Hermandad de Labradores de Adra, era un hombre que se había hecho a sí mismo. Minusválido físico, hasta los quince años había estado guardando ganado, pero su inteligencia natural le permitió que pudiera graduarse. Juan del Aguila lo había conocido cuando ambos estudiaban en Granada. Oficialmente es el primer empleado de la Caja Rural de Almería. Unos años más tarde volvería a Adra y sería, hasta su muerte, el director de la sucursal de su pueblo. Felipe Ibáflez Ventura, que tiempo atrás había dejado su trabajo en la Agencia Ford, propiedad de José María Artero, y había aceptado la petición que le había hecho Juan del Aguila para hacer se cargo de la contabilidad primero de la UTECO, y después de la Caja Rural, que sin abrir al público había comenzado a funcionar, a efectos contables, en 1965. A lo largo de los años, dado su carácter y manera de ser, su imagen se convertiría en una referencia profesional entre los empleados de la entidad. Damián Navarro Murcia, que desde los quince años había trabajado en las ofi cinas de la Cámara Agraria de Almería, se incorporó unos días más tarde, el uno de mayo, porque entonces estaba terminando su servicio militar Hasta su jubilación, ocuparía varios puestos y desempeñaría diferentes funciones, terminando su vida profesional como Apoderado de la entidad. Juan del Aguila Molina, el primer director de la Caja Rural era abogado. Mientras estudiaba el bachillerato y magisterio había trabajado de administrativo en el Sindicato de Riegos y en la Hermandad local de Labradores. Con el paso del tiempo se había convertido en uno de los impulsores del movimiento cooperativo almeriense y en el hombre clave del equipo fundador de la Caja Rural, de cuyo Consejo Rector era su primer secretario. Como él mismo recordó en alguna ocasión, le hicieron director porque alguien tenía que desempeñar el puesto y no tenían dinero para contratar a más gente.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/233/especial-80-aniversario-de-la-voz/183505/el-primer-dia-de-cajamar