Me gusta La Chanca. No ha visto el periodista lo que vio algún hombre de mala fe -que mojó la pluma en el tintero del desprecio- en este barrio: una lacra social. No he visto por ningún lado esa casta infrahumana que dicen que vive horadando la montaña. Bien es verdad que en todos los sitios cuecen habas, pero no aquí, donde las casas son limpias como los chorros del oro; donde las paredes restallan al sol; donde en los gabinetes hay radios y mecedoras, donde las puertas están regadas con un cántaro de agua fresca y donde las calles, sobre la misma piel virgen de la tierra, juegan los niños a moros y cristianos, a guardias y ladrones, como juegan todos los niños del mundo.
Bien es verdad, también, que mucho queda por hacer en La Chanca. Mucho y a marchas forzadas, pero tampoco es ya momento de rasgarse las vestiduras, Porque aquí, en este pueblo, en este barrio tendido a la sombra de la alcazaba, hay una ancha población de pescadores, y los pescadores, mientras no se demuestre lo contrario, son -con los de la montaña- las más nobles gentes del mundo.
La Chanca es un prodigio. La máquina fotográfica encuentra el milagro del contraluz en cualquier esquina. Por aquí muchas mañanas viene Perceval, con su «rolly» al hombro y su trípode bajo el brazo. También cualquiera de los artistas indalianos, que han bebido en estas fuentes de esplendido color, han enraizado aquí sus más populares y definitivas creaciones.
La Chanca nunca tiene las puertas cerradas. Es ésta una gente hospitalaria, marineras, salobre, salitrosa. Es ésta una gente tierna y dura, poética y analfabeta, hermosa y huraña. Todavía sin descubrir. Aquí se secan las redes a pleno sol y se tensan las maromas de las artes de pescar, y se endereza el hilo de la rueca, que manejan los hombres con el cigarro negro en los labios y los pies descalzos.
Manuel Pimentel, escrito de fina medula literaria, reja honda en la labrantía de los temas sociales, hombre de Almería, que todos los años se va hasta su casita de campo de Tabernas para escribir, de cara a la noche, con unos ponches bien cargados y un paquete de cigarrillos, me ha confesado:
-En La Chanca no hay indeseables. Y si alguien ha ensuciado en algo el barrio, han sido los gitanos, que han venido de otras tierras al calor del sol, al aire de un invierno templado.
La Chanca se llama así porque el nombre tiene la raíz etimológica de los viejos almacenes de almadraba, lugar donde se reúnen los artes de pesca y aparejos de mar. Aquí estuvieron, en su primitivo momento, las cuevas de los familiares de la soldadesca que protegían la alcazaba.
La historia de La Chanca cambió de perfil. Durante la guerra civil española, cientos de familiares corrieron a esconderse de las bombas en esta montaña, abierta por mil heridas, hasta donde no llegaban los impactos de la metralla que caía sobre la Campsa.
-A los pescadores, después les resultaba muy cómodo vivir aquí, en este barrio, porque tienen el mar a un paso y pueden ver, como quien dice, sus barcas con sólo aparecer en la puerta de sus casas.
Luces violentas, blancos centelleantes, verdes y azules, tojos y violetas. El vaho húmedo de la tierra, siempre recién regada. Aceras de porland ante algunas edificaciones. La radio, en todos los hogares. Máquinas de coser. Bordan unas mujeres sobre el fino cañamazo una aurora boreal de flores y pájaros. Las muchachas de tierra adentro, en cambio, tejen en sus enaguas barcos y caracolas. Es el deseo de lo desconocido.
-Las cuevas son tan grandes como nosotros queremos. Tenemos la oportunidad de hacer de nuestras casas auténticos palacios. Abrimos cuantas habitaciones necesitamos.
Gatos negros. Brillan sus ojos redondos, submarinos, sobre el guapo olor del pescado fresco. Esta es una estampa impresionista. Sorolla se habría vuelto loco ante esta litografía del Perceval indaliano. A la perta de tres cuevas un letrero, en negro: «Se vende.»
-Mire usted, señor. Estas cuevas son frescas en el verano y templadas en el invierno.
Mujeres de ancas poderosas. Frágiles cinturas y recias piernas. Mujeres marineras, con ojos de algas. Grande la boca, perfil exacto, manos en el aire al hablar. Rondadores de Almería vienen hasta La Chanca todos los atardeceres para llevarse sus novias al quiosco de las almejas que hay en el puerto, o a la Puerta de Purchena, a tomarse un ponche o una cerveza con gambas a la plancha.
- ¿Y Silva? ¿Y el almirante?
-Silva no sabemos dónde está. El almirante lo han llevado a la casa de los locos.
Silva era un filósofo.
El almirante, un fuera de serie. Ha instalado su casita blanca frente al mar, en el sitio más bajo de La Chanca, allí donde a veces llegan las olas en día de rebaba, entre los vientres de los barcos color naranja, que se construyen de artesanía, a mano, todavía en el puerto. El almirante tiene su casita llena de latas y de brújulas, de rosas de los vientos y de señaladores de mareas. Veletas y canalones. Se hacía llamar el almirante de estas costas y tal vez lo encerraron porque estaba dispuesto a fletar un barco con destino a alguna isla inconquistada del Peloponeso.
Piedra pómez. Monte ocre. Azules. Rojos. «Los colores más violentos para distinguir una casa de la otra.» «Aunque a veces les falte para pan, ellos llenan de cal las fachadas de sus cuevas.»
Escuelas, colegios. Un letrero anunciando la ayuda de Cáritas. Mucha mala literatura es lo que tiene La Chanca de Almería. Muchos Goytisolo. ¿Dónde está la mancha de la rosa?
«Algunos cuentan que, siempre que hay casorio en La Chanca, siguen el romántico y brutal procedimiento de los gitanos de Lorca, de los de bocadillitos de nardo y marineros de Cádiz. La sangre en las cuatro esquinas del pañuelo.
«La mancha de la rosa.»
No hay un solo grito, ni uno en la boda. Si acaso, el de los niños alrededor de la bata blanca de la novia, y de los ojos radiantes del nuevo dueño de la casa. Una cueva algo más arriba y a trepar hasta ella. Eso es todo.
Bajamos hasta la ancha avenida de las palmeras que bordean el mar, allí donde se apilan los barriles de uva que, tal vez, esta misma mañana habrán de embarcarse para la India.
La Chanca está espléndida, en su alto pedestal. Pasan unos niños de la mano de sus madres, con un pequeño farol marinero en los brazos. Son dorados, rubios como el oro. Tienen unos hermosos ojos añiles.
Tal vez en esta mirada limpia esté bien claro el horizonte de este barrio de pescadores que vuelve locos a los fotómetros de los más avispados reporteros del mundo: «Este es uno de los más luminosos rincones de la tierra.»
Porque esta generación ya ha desterrado, casi totalmente, la dramática maldición del tracoma.
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