Iba a pasar de largo frente a la Bahía de Almería, sin detenerse, la escuadra de la Reina Isabel II, ese 20 de octubre de 1862. Hacía 400 años que ningún soberano pisaba la tierra de los tarantos, desde que otra Isabel, la de Castilla, había trotado a caballo por esas calles y le había calzado el Pendón de Castilla a la Alcazaba.
Estaba ya cansada de ese viaje forzoso por las Andalucías y temía que fuera verdad lo que le habían hablado del mal olor que desprendían las axilas de los indígenas, a ella que tanto gustaba de sudar en la alcoba. Venía de ver Jaén Córdoba, Sevilla, Cádiz, Granada, Málaga y quería saltarse Almería. Alguien le aconsejó que no lo hiciera, al ver en lontananza los arcos de follaje en los malecones almerienses, el kiosco del esparto con canastos de fruta sabrosa, el murmullo de los miles de almerienses que se apostaban en el Parque y en los muelles, junto a los tinglados, ansiosos de ver a su soberana.
Le dio regomello real a Isabel y neutralizó el desaire en última instancia poniendo proa al Puerto de Almería. Un repique de la campana de la Vela esparció la noticia de que la Reina había llegado, acompañada del inútil consorte Francisco de Asís, y de su hija Isabel La Chata y del futuro Alfonso XII, que tenía solo cuatro años y que ya le prestaba nombre al principal Paseo de la ciudad.
De inmediato subieron a un carruaje de lujo, traído de París para la ocasión, y se detenían a cada paso para recibir flores y frutos pasando por debajo de un gran monumento a los minerales. De allí subieron por la calle de la Reina, antigua Rambla de Gorman, a la Catedral, bajo el episcopado de Anacleto Meoro y de allí, acudieron a la sede del Gobierno y la Diputación, en el Convento de Las Claras, secularizado desde la entrada de los franceses.
Los gobernantes, con el Gobernador Civil Lafuente Alcántara y el alcalde Francisco Jover, agasajaron a la soberana con toda suerte de regalos como una torta de plata que valía 5.000 duros.
Isabel II, que tenía entonces 34 años y una mala fama que iba en aumento (de ahí ese viaje por los pueblos de España para lavar su imagen), se dirigió también a la Iglesia de Santo Domingo y al Hospital de Santa María Magdalena, que era también Hospicio, y tras 8 horas en Almería partió para Cartagena.
El Ayuntamiento se gastó 100.000 reales, el presupuesto de un año, en el agasajo a la Reina, que solo se comprometió en comprarle un manto a la Patrona. De esa forma se escondía la verdadera situación de una ciudad asaeteada por la miseria, con 30.000 almas y más de 10.000 analfabetos y epidemias que diezmaban a la población, a pesar de los gallardetes, iluminarias, de escudos y banderolas, de los vítores y regocijos, que duraron lo que tardó Isabel II en desaparecer por la bocana.
No volvió más esa reina caradura, a quien un alhameño insigne le sacaba los colores desde su escaño por los costosos dispendios de la Corte. El siguiente Borbón en subir por la escalinata real fue su hijo Alfonso XII, cuya paternidad se atribuye a un teniente alicantino.
Solo tenía 19 años el denominado como El Pacificador cuando en 1877, en los inicios de la Restauración, llegó a Almería a bordo de la fragata Victoria, siendo recibido con una salva de cohetes, por el gobernador Onofre Amat y el alcalde Juan de Oña Quesada. Un arco romano en su honor, diseñado por Trinidad Cuartara, lo recibió antes de alojarse en la Diputación y salir a saludar desde los balcones adornados con pabellón azul prusiano, siendo colosalmente aclamado por los aldeanos que habían llegado de todos los pueblos de la provincia, descalzos y hambrientos, creyendo que iban a arrojar duros de plata. Visitó los talleres de la fábrica de esparto del inglés Mr. Hall y presidió una cena de 36 cubiertos que levantó ampollas durante mucho tiempo en la ciudad por la selección de comensales. Se quemaron fuegos artificiales en su honor y antes de que dieran las diez de la noche marchó con todo su séquito rumbo a la Málaga de los Heredia y el Marqués de Larios.
Volvió Almería a sentirse henchida de satisfacción de dar alojamiento al Rey durante unas horas y volvió a dejarse las pestañas y a hipotecar su hacienda por presumir de magnolias y mulos enjaezados. Costó la estancia del rey, que pronto se quedaría viudo, 13.000 pesetas de la época. Su hijo Alfonso XIII, más animoso, apareció dos veces por Almería: la primera, en la primavera de 1904, haciendo prácticamente lo mismo que sus antecesores: tour por la Catedral, la Escuela de Artes e Industrias, la Cruz Roja, la Barrilería de Juan Terriza y la inauguración del Cable Inglés. Este Alfonso sacó más la vena castiza que sus antecesores y pidió también ir a los toros, a ver mujeres y mantones de manila; la segunda, en 1922, a condecorar al Regimiento de la Corona por su intervención en la Guerra de Marruecos.
Tras 40 años de Caudillaje, volvió Almería a borbonear con don Juan Carlos y Doña Sofía, que habían conocido Almería como príncipes y en 1989 volvían como Reyes, dándose un épico baño de multitudes. Volvieron en 1991 a inaugurar el Puerto de Carboneras y también a los Juegos Mediterráneos. Hasta ahora, que su hijo y nuera- reyes desde 2014- de momento han preferido venir juntos de escapada rural, a perderse por Mojácar y Aguamarga, además de alguna visita oficial que han girado los cónyuges de manera individual.
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