Pablo Colson, un ingeniero mecánico que instaló la primera máquina de vapor del Desagüe del Jaroso en 1851, trajo a Juan Bautista André, quien a su vez trajo a Petre y éste a Enrique Siret, quien tiró después de su hermano Luis, a quien atrajo con una carta en la que le relataba que había desenterrado unas puntas de flechas de silex junto a una mina. Todos eran ingenieros y belgas. Así fue, tal cual las tribus israelitas del Viejo Testamento, como llegó en 1881 este rapaz ilustrado a las tierras de la plata. Aquí, alejado de las brumas de Flandes donde nació, alumbrado por un sol africano, se dedicó toda su vida a desenterrar vestigios prehistóricos, a caballo con su labor como ingeniero en las minas. Desde entonces, nadie como este belga, con aspecto de capitán de mosqueteros, ha hecho tanto por desentrañar el pasado remoto almeriense. Zahorí de arcanos reza en su tumba aguileña, porque durante 50 años solo vivió para eso, para escudriñar e inventariar enterramientos, cistas funerarias, fémures, cráneos del hombre argárico, antepasado nuestro, del inquilino de Fuente Álamo o de Villaricos, del nativo de Almizaraque o de Los Millares. Con su capataz Pedro Flores, un rudo labrador con saber de catedrático, consiguieron dar un vuelco al estudio de la prehistoria del Sureste Peninsular, con sus descubrimientos almacenados por miles en su Cortijo de Las Herrerías, demarcación de La Muleria. Convirtió ese caserón, habitado hoy misteriosamente por un okupa, en un auténtico museo. Y allí se dedicaba con la luz de un carburo y un carboncillo a clasificar todas esas piezas que surgían como por ensalmo de las entrañas de la tierra, con el sol dándole de lleno en su nuca rubia.
Es verdad que, durante sus primeros años en Cuevas, los Siret vendieron esas piezas primerizas al Museo Británico de Londres y al Conde de Cavens, pero cuando ingresó en el invierno de su vida, donó toda su colección al Estado Español. A partir de los años 30 salieron los primeros camiones con sus piezas embaladas rumbo al Museo Arqueológico Nacional en Madrid. Después, en 1956, el Estado, por Orden Ministerial, compró todo su archivo compuesto por más de 31.000 documentos. Durante más de 50 años han estado durmiendo el sueño de los justos en el madrileño barrio de Salamanca. Hasta 2006 en que el Ministerio encargó un informe sobre el archivo Siret que alertaba de su deficiente conservación. Desde esa fecha hasta hace un mes, ocho años, se ha catalogado y digitalizado toda la obra de este belga sabio y generoso: el resultado ha sido la puesta a disposición pública de miles de documentos, cuadernos, dibujos y fotografías inéditas como las que aquí se muestran, un striptease total de la vida y obra de don Luis.
Luis Siret Cels llegó a Cuevas con 21 años, con bisoños ojos azules y bigotillo bermejo. Y no se fue más: murió en su casa de Las Herrerías un 7 de junio de 1934, viudo, con esos mismos ojos, entonces ya turbios, y barba y cabellos blancos y enmarañados. Plegó los párpados en una cama de madera de pino rodeado de estanterías repletas de vasijas, huesos y huevos de avestruz que él había dibujado previamente en cientos de cuadernos con una letra vigorosa y menuda, mientras su contable Joaquín Baumela miraba por sus mundanos negocios mineros. Ahora todo ese caudal de información, de conocimiento, de dibujos, de cuartillas manuscritas, de fotografías de los lugares donde realizó sus hallazgos, están a un golpe de tecla de ordenador, que es como disfrutar de un inmenso museo en el salón de casa. Luis Siret, ese al que llamaban don Quijote por su traza espigada y enjuta, quiso vivir y morir en España, en Almería, en Cuevas, donde no nació porque no pudo elegir. Lo escribió Brenan en Al Sur de Granada: “He conocido a Siret, un devoto de Almería, de la que dice es la tierra originaria de las sirenas”.
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