La fe corre el riesgo de desvirtuarse cuando se comparte de forma multitudinaria como si fuera una fiesta. La fe, un sentimiento tan individual y austero, se llena de vicios cuando se globaliza y se vive como una moda que se va copiando de un lugar a otro como si fuera una forma de vestir.
Que la Semana Santa de Almería ha crecido en los últimos treinta años es incuestionable, pero en ese estirón ha perdido una parte de su esencia y se ha llenado de pequeños defectos que al menos a mí me han ido alejando poco a poco de esa liturgia donde el silencio, el recogimiento, la interioridad, constituían los pilares fundamentales de esta tradición.
En esta nueva forma de entender la Semana Santa la devoción por una imagen se ha sustituido por la adoración al costalero, que se ha ido convirtiendo en el gran protagonista de la fiesta. Tengo la impresión, cuando estoy delante de un Paso, que la mayoría de la gente está más pendiente del ir y venir del costalero y de las voces de los capataces que del misterio o de la Virgen que tienen delante.
La irrupción del fenómeno costalero ha venido acompañada de un exhibicionismo exagerado. El nuevo héroe, el muchachillo de la película, el valiente, el más fuerte, el sufridor que se mete debajo del trono y que en mitad de la procesión aparece ante el público para mostrar su esfuerzo como si fuera un Dios que acabara de ser crucificado. Y a su lado, la figura del capataz, vestido como si fuera a una boda.
Me gustan los costaleros que pasan desapercibidos y comparten su esfuerzo y su sufrimiento en el anonimato de una trabajadera; me gustan los capataces que hacen su labor en voz baja, de puntillas, sin llamar la atención y huyo de los que gritan y de los que hablan cantando, de las voces excesivas y sobre todo del insoportable acento sevillano que algunos le ponen a cada frase que pronuncian. ¿Por qué copiamos también la forma de hablar? ¿Por qué un tipo que es del Zapillo o del barrio de la Plaza de Toros se nos muestra en público como si acabara de llegar de Triana o del barrio de Santa Cruz?
Huyo de las dedicatorias empalagosas en las ‘levantás’, de los políticos oportunistas que se cuelan en medio de la procesión para ser capataces por un minuto y de los capataces que lo permiten.
En esta nueva forma de entender la Semana Santa, tampoco he llegado a comprender la obsesión por la ornamentación excesiva que nos aleja de esas formas sencillas que formaban parte de nuestra espiritualidad. El lujo innecesario, el oro que te encandila los ojos, las tallas recargadas de los respiraderos forman parte de ese exhibicionismo copiado y exagerado en el que nos movemos. ¿Cuántas hermandades han mantenido los mismos tronos con los que empezaron? En esa fiebre por cambiar, por romper lo viejo, se han transformado pasos con nuevas figuras que en algunos casos son completamente innecesarias.
En esta lista de sombras habría que incluir también la lentitud de las procesiones, un problema que no es nuevo y que parece de difícil solución. Los parones continuos no solo cansan al público, sino también a los que van dentro del cortejo. Una imagen que se repite a lo largo de la semana es la de los penitentes sentados en los trancos o la de aquellos que abandonan en el tramo final y regresan a sus casas. Esa lentitud, esos parones continuos, rompen la armonía sobre todo después de pasar por la carrera oficial.
A pesar de esta lista de pequeños vicios, uno acaba echándose a la calle cada Domingo de Ramos, atraído por ese cúmulo de sensaciones, de olores, de sonidos, de pasiones, de recuerdos, que envuelven el ambiente para llenarlo de magia. Con todos sus defectos, todavía es posible encontrar instantes especiales que al menos a mí me llevan a la esencia verdadera de la Semana Santa de Almería.
Todavía disfruto viendo un capataz austero y una cuadrilla de costaleros silenciosos. Todavía me emociono viendo a un trono abriéndose paso en un callejón estrecho donde el tiempo se detiene y las voces se apagan. Todavía salgo a la calle buscando el milagro de una Virgen pequeña que pasa su sombra sobre la fachada de un convento y la impresión que te deja la figura de un Cristo silencioso escoltado por antorchas de fuego. Todavía me conmuevo cuando me encuentro con un penitente que va haciendo penitencia y con un grupo de fieles que detrás de un Paso siguen a su imagen con la misma fe que lo hacían sus madres y sus abuelas hace cincuenta años. Todavía siento ese mismo pellizco que sentía de niño cuando cada Miércoles Santo entraba por la mañana en la Catedral y veía a los lejos el trono de la Virgen de la Esperanza lleno de flores.
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