Primer acto. Telón en alto. El cosmos proyectado sobre una estructura de hormigón que hace las veces de hogar. Una mujer lee, descalza, sobre un sillón. Un hombre sueña, despierto, tumbado en el suelo. Y desde el suelo hace cualquier comentario banal: “¿Sabías que los astronautas ni eructan ni se tiran pedos?”. Tienen la complicidad de esas parejas que llevan juntas la vida entera. Tan juntas durante tanto tiempo que pueden permitirse escatimar en besos. Y en ese juego, disfrutan de la tensa calma que precede a la tormenta y la tormenta es una llamada del colegio de su único hijo: Luismi.
Segunda escena. En el centro del cosmos, una fotografía. Es Luismi, a quien a lo largo de toda la función no veremos más que ahí. Congelado por la cámara. Sin sonreír. Observando. El libro que su madre por fin había empezado permanecerá cerrado. Su silla, la tercera silla de esta sobria puesta en escena, estará vacía. Como vacío está el pupitre que hay a su lado en clase. El pupitre y el centro entero lo señalan. A un niño de diez años. Por culpa de una mochila. Y qué mochila: de colores chillones y unicornios.
Es el detonante de El pequeño poni, quizá el texto más valiente hasta la fecha del dramaturgo almeriense Paco Bezerra que pudo verse el viernes en el Auditorio Maestro Padilla de la capital ante menos público del que merecía. Un texto que dice a través de dos únicos personajes -interpretados por un Roberto Enríquez en estado de gracia y una solvente María Adánez- y dice aún más con los silencios. Con aquello que no nombra, pero que el espectador intuye. Porque todos sabemos de lo que habla. Todos hemos visto y oído. Hemos mirado para otro lado o directamente hemos sufrido la tiranía del abusón. Del agresor verbal y físico que te va desdibujando hasta borrarte del mapa.
A través de sutiles transiciones de música y luz que emulan distintos momentos del día, asistimos a una especie de coreografía que muestra a un hombre y una mujer que, en decadencia, se enfrentan al principio del fin. Al deterioro de la convivencia de una pareja perdida en el laberinto no ya de no encontrar una salida, sino de retorcer y estrechar cada pasadizo desde sus posiciones enconadas. Una madre que sólo quiere proteger a su hijo. Un padre que va de héroe pero que tal vez no lo sea tanto. Porque en esta obra nadie está en posesión de la verdad absoluta. Nadie tiene razón en medio de la sinrazón.
Seis escenas, una proyección y seis escenas que dibujan un segundo acto. La arquitectura teatral de Bezerra, dirigida por Luis Luque y producida por Faraute, es casi perfecta, armónica. Pero en su obra el cosmos ha perdido toda armonía. A base de golpes y portazos. De llantos y horas en blanco. En un hogar que ya no es un hogar donde habitan absolutos desconocidos. La fotografía de Luismi, ya convertido en unicornio, se difumina. Un agujero negro les despoja de todo contexto. Y ya sólo queda el vacío. El vacío y la nada. ‘
El pequeño poni’ del dramaturgo almeriense Paco Bezerra puso el viernes sobre el escenario del Maestro Padilla un tema incómodo: el acoso escolar. Y lo hizo en el marco de ‘Delicatessen’ y la ‘Primavera cultural’ del Ayuntamiento de Almería.
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