Un hombre solo que es una isla se instala en un residencial, apartado como una isla, que a su vez está situado en una isla. Es la imagen que obsesionaba a Juan Manuel Gil, quizá el escritor con más garra de Almería. Su literatura engancha, genera adicción. Este jueves 1 de junio, a las 19.30 horas, presenta la novela que nació de aquella idea, Las islas vertebradas (Playa de Ákaba), en Picasso Reyes Católicos. Lo acompaña el cómico y periodista Pepe Céspedes.
Cualquier isla es ya de por sí evocadora, pero ¿por qué elige una no ya como escenario principal de su novela, ni siquiera como personaje, sino como universo en torno al que gira todo?
La isla está asociada al origen de la novela. Y el origen es una imagen recurrente en mi cabeza: un personaje que es en sí mismo una isla porque se encuentra solo dentro de otra isla, que es el residencial donde vive, que a su vez está situado en una isla. No tiene una explicación coherente, tiene una explicación casi poética, pero es que funciona así cuando escribo. Generalmente parto de una imagen que dejo que madure durante muchísimo tiempo y al final acabo planteándome: si se repite tanto, ¿será porque debo tirar de ella?
Aparte, es cierto que las islas tienen ese magnetismo, no solamente en literatura, sino también en cine, en pintura o incluso en fotografía. Las islas nos atraen.
En Las islas vertebradas aparece como una brújula un libro real, Atlas de islas remotas de Judith Schalansky. ¿Cómo lo descubre y por qué decide convertirlo en punto cardinal de la historia?
Este libro llega a mis manos cuando ya estaba escribiendo la historia. En un momento en el que atravesaba un pequeño desierto y no sabía muy bien hacia dónde tirar, cómo resolver determinadas cuestiones que afectaban al personaje principal. En cuanto lo abrí, supe que tenía que estar en manos del protagonista, de Martín. Y efectivamente en cuanto tuvo la oportunidad de leerlo, la historia continuó prácticamente sola. Justo en ese momento me di cuenta de que esta novela iba a llegar hasta el final.
El atlas tiene mucha importancia porque habla sobre islas remotas. Cada vez que describe una y se refiere a la dureza y la soledad a las que se ven sometidas, está hablando casi de personas, de personas como islas. Pienso que cada persona puede encontrar en ese libro una isla que se parezca a lo que siente o ha sentido en algún momento. De hecho, el título inicial era Atlas de una vida remota, que tenía que ver con el libro de Schalansky.
La novela discurre por un territorio entre lo real y lo imaginario, entre la vigilia y el sueño, entre los desvanecimientos de Martín y lo que sucede a su alrededor. ¿Qué pretendía imprimir al relato?
En la literatura, me encanta que la frontera entre el sueño y la realidad sea muy tenue, que a veces nos cueste distinguirla, y en ocasiones ni siquiera lo hagamos. Siempre se ha dicho que en la literatura aquello de ‘Y todo fue un sueño’ es un mal recurso del escritor; sin embargo, a mí me fascina. Eso no quiere decir que lo utilice, pero sí entiendo que en una isla en la que un personaje se siente solo los sueños son un gran recurso que tiene el escritor para dotar la historia que cuenta de músculo, de profundidad, de carga poética, incluso de terror. Así que por qué no usarlo. Decidí adentrarme en el mundo de los sueños de Martín que, durante un tiempo, incluso me llegaron a interesar más que su vida.
La enfermedad de Martín, sus paranoias, sus manías, su pasado oscuro y sus vicios convierten el libro en un catálogo de debilidades e incluso de la enfermedad. ¿Qué le atrae de este territorio a la hora de explorarlo desde un punto de vista literario?
Lo primero que me atrae son los personajes de baja intensidad. No tanto los superhéroes, ni los poderosos. Prefiero a aquellos personajes que se definen por su fragilidad, sus miedos, sus fobias, sus mezquindades, sus ruindades, por aquello que uno nunca confesaría. Y en el fondo, el libro habla de los secretos que no confesarías a nadie porque lo que has hecho es despreciable o porque piensas que aquella persona a la que se lo vas a contar no te va a entender. Y me interesaba eso: ¿cómo puede vivir alguien con un secreto inconfesable?
Martín se larga a esta isla con una maleta llena de secretos, de dolores y de la incapacidad para gestionar su vida sin sentirse compadecido, sin pensar que despierta pena en quienes le rodean.
Este es también un atlas sobre vidas remotas, sobre la soledad y la culpa. Un atlas tan plural como lo son las islas remotas: las hay frías, calientes, repletas de gente, desiertas. Hay un atlas sobre secretos, otro de enfermedades. Uno para cada cosa que sufre Martín.
El protagonista despierta compasión y rechazo en el lector. Nos hace preguntarnos qué hubiésemos hecho en determinada situación, conecta con los sentimientos más oscuros de cada uno. ¿Buscaba crear ese punto de incomodidad?
Desde el principio. Buscaba incluso sentirme incómodo escribiendo porque pensaba que si a mí me pasaba, al lector también le ocurriría. Sentiría esa oscilación entre la compasión por un personaje que dos páginas después te va a provocar desprecio e incomprensión. Ese fue uno de los puntos de partida que sabía que tenía que atravesar todo el libro.
De hecho, hasta cierto punto todos compartimos encrucijadas morales con Martín y nos movemos en ellas día a día. Lo que pasa es que la intensidad no es la que está viviendo él por su enfermedad y por ciertas decisiones que hacen que todo sea más complicado. Siempre nos movemos en esas encrucijadas y a veces no acertamos, en ocasiones nos disculpamos y en otras lo guardamos en un baúl y lo cerramos hasta que se pudre la madera y no sale a flote.
La atmósfera es uno de los grandes logros de Las islas vertebradas: el calor asfixiante y el olor nauseabundo que envuelven al lector y que lo llevan de cabeza al Parque Holandés, ese camping venido a menos donde confluyen personajes con una única conexión: todos ocultan algo. Ahí se desencadena una trama más negra y clásica que se mezcla con elementos fantásticos y de thriller psicológico. ¿Cómo ha encontrado ese equilibrio?
Tenía claro que esa parte debía tirar por el cuello del lector todo el rato, de modo que se hiciera una serie de preguntas sobre un personaje que está en un bungalow en una isla y que parece que esconde algo. Claro, estaba el miedo de que eso se me acelerara y provocara cansancio. De ahí que en un momento dado suspenda todo con un flashback al pasado de Martín con un tono distinto: mucho más reflexivo, sin diálogos. Me interesaba combinar esa parte más intensa con otra más introspectiva. Pero es que a mí me divierten muchísimo las novelas donde puedo encontrar diversidad de tonos, casi diversidad de géneros. Aquí podemos encontrar casi escenas de teatro.
Es su quinto libro, su segunda novela tras Inopia, y no tiene dos iguales. ¿Qué hay detrás de eso: una búsqueda, un intento de no aburrir o de no aburrirse?
Trato de no aburrirme como escritor, y pienso que eso puede conllevar no aburrir al lector. Me parece además una búsqueda muy saludable: intentar meterte en otros jardines para encontrar una flora distinta. Quizá estamos ante mi primer libro más convencional, mi novela más ortodoxa. Sentir que no conozco el terreno en el que me muevo despierta mi curiosidad. Porque detrás del escritor y de la literatura hay básicamente preguntas que uno quiere responder y que sabe que no va a responder, que es lo importante. Si supieses la respuesta, no te daría para 200 páginas.
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