La rebelión de las Alpujarras está en la mente de todos los almerienses. Seguramente fue uno de los episodios más sangrientos de la nuestra historia. Los testimonios que nos han quedado escritos de aquel acontecimiento son escalofriantes. Cualquier otro adjetivo se quedaría corto, especialmente si nos centramos en la navidad de 1568, fecha en la que la gente de los pueblos estaba en iglesias y casas, desprevenidos, algo que aprovecharon sus enemigos para cogerlos por sorpresa.
Niños
Huyendo de este infierno, un grupo de 30 niños salen de Berja con destino a Laujar. Cuando les faltaba menos de un kilómetro para llegar, una cuadrilla de moros salió a su encuentro. Los chavales, que en su mayoría no rebasaban los diez años de edad, decidieron arrodillarse y rezar. No tenían otra salida. Sólo les quedaba esperar un milagro. El mayor de ellos pide a los demás que lo sigan hasta un aljibe cercano, donde se sube e implora a Jesucristo revivir su martirio. Pero ni lo humano ni lo divino pudieron evitar el trágico final: los 30 niños fueron degollados a sangre fría. Y, por si fuera poco, sus huesos fueron arrojados al propio aljibe.
Luminarias
Según los cronistas de antaño, de ese lugar surgían algunas noches extrañas luminarias que sobrevolaban los campos muy lentamente, como si fuese una procesión. Así lo testifica Vicente Cerdán, vecino de Laujar, que en 1668 afirmó que las luces se dirigían a la ermita de San Sebastián. Ese mismo año, el abad de la colegiata de Ugíjar, Luis Quijada de Salcedo, confiesa haber quedado paralizado cuando en un camino se topó con esta comitiva del más allá. El labrador Miguel López, estando con los bueyes en el campo, percibió a media noche la misma procesión de luces antes descrita. Él relacionó esto con las almas de los mártires y rezó por ellos. En ese momento, todas menos una se amortiguaron y fueron lentamente hasta la ermita, la rodearon, y volvieron al aljibe hasta que se apagaron. El mismo recorrido hicieron las luminarias en otra ocasión, ante los ojos de Catalina Ruiz y sus amigas, que volvían caminando desde Alcolea.
Al parecer, el fenómeno cesó cuando se excavó en el barranco y los huesos de los niños fueron llevados a la iglesia de Berja. Lamentablemente, estas reliquias hoy no se conservan. En ese templo, por cierto, se obró otro hecho sobrenatural en la misma época. Según nos relata el historiador Justino Antolínez, unos cristianos estaban prisioneros allí, contando los minutos que quedaban para su fatal desenlace, cuando «entró por la ventana un tan gran resplandor y tanto tiempo, que juzgaron haber puesto los moros fuego a todo el pueblo». El sacerdote, Francisco Juez, pidió a sus compañeros cautivos que se mantuviesen firmes, pues aquel resplandor nada tenía que ver con las llamas, sino con una señal divina que les garantizaba el descanso eterno. Y así quisieron dejarlo escrito los testigos del prodigio.
Bayárcal
Años después de la contienda, en 1667, un vecino de nombre Juan Muñoz, venido de tierras cántabras para ejercer el oficio de sastre en busca de una vida mejor, juraría sobre la Biblia que el día 24 de diciembre a la medianoche vio «una cruz, detrás de la cruz un pendón, y detrás le seguían cuatro luces que se apagaban y se encendían». En un primer momento pensó en el cura del pueblo, quien solía aprovechar las noches para visitar a los enfermos, pero cuando estuvo a solo quince pasos de ellas, pudo comprobar que nadie las portaba. Juan Muñoz corrió a su casa mientras que las luces se elevaron, dirigiéndose hacia la torre de la iglesia.
El licenciado Salvador Dorador también pudo verlas en otra ocasión, revelando este que en ese mismo lugar habían asesinado a varios cristianos inocentes.
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