Malak sonríe y manotea efusivamente debajo del plástico manchado por las gotas de la lluvia embarrada. Su madre presume de su simpatía, mientras empuja el carrito camino abajo entre la basura, las piedras y los charcos de la tormenta de anoche. “Siempre se ríe, se ríe con todos, es muy alegre”.
La niña tiene sólo ocho meses de vida, está bien nutrida y comparte con su madre mucho más que su incipiente melena negra. “¿Se parece a mí?”. Ambas tienen un gesto relajado y afable, despreocupado, inocente. Un gesto cándido, como si sólo pudieran mirar el mundo con buenos ojos y fueran ajenos a las maldades de su alrededor. O como si se negaran a claudicar ante la miseria.
Malak vive en un campo chabolista, aunque todavía no sabe qué es. El asentamiento está ubicado en una tierra baldía entre San Isidro y Atochares, abandonada a los escombros y la maleza. En el horizonte, el plástico amarillento de las aproximadamente sesenta casetas se pierde entre el mar de plástico de los invernaderos de la Comarca de Níjar. “Por la tarde es como una pequeña ciudad”, señala Abdellah Zaitoumy, presidente de la Asociación Almohamadia por el Trabajo Social y los Derechos Humanos.
Un estudio
La entidad tiene su centro de operaciones en el campo de Níjar y acaba de terminar un estudio sobre la infravivienda en Almería. Según este informe (existen estudios y estimaciones de otras ONGs muy activas como Almería Acoge, Cruz Roja o Médicos del Mundo), casi 800 chabolas se levantan en las zonas rurales de la provincia. En el campamento de Malak calculan una población (flotante) de entre 400 y 500 personas.
Los más afortunados han levantado las estructuras de madera y plástico sobre un muro anterior de ladrillo y cemento de alguna casa en ruinas. Los tabiques funcionan como columnas y permiten formas más generosas en las viviendas que, incluso, tienen antenas para ver la televisión.
Los más desafortunados se protegen bajo una cadena de palés, carecen de agua corriente y de suministro eléctrico (existen muchos enganches ilegales) y viven agarrados a un pequeño hornillo de gas y a los suministros amontonados en cajas de fruta o latas viejas.
Rafael pertenece al primer grupo. Su casa es una chabola que combina los muros con la madera y cuenta con un espacio (abierto) para un váter, una despensa y una pequeña cocina separada del salón (habitación de toda la familia). Todo está sorprendentemente limpio teniendo en cuenta las goteras del techo y el temporal que azotó la provincia unas horas antes.
“Trabajé durante muchos años en la mar, pescando, y luego en la construcción”, señala este malagueño de 54 años. “Cuando aprendí algo de las herramientas, se vino abajo”, ironiza sobre la crisis del sector del ladrillo.
“El único español” en el asentamiento, como se define, llegó hace tres años con su mujer y su hijo, que ahora cumple ocho. Vive con ellos en un poblado chabolista pero, a diferencia de la pequeña Malak, Rafael no sonríe y mira la vida con pesimismo. “¿Qué pasa? ¿Van a tirar esto abajo?”, pregunta sin un atisbo de agresividad. “Se me acaba la ayuda de 420 euros este mes y no sé qué voy a hacer. Tengo 54 años y si no contratan a uno de 20, ¿cómo me van a contratar a mí? Llevo cuatro años sin trabajar”. Está resignado, triste.
La mayoría de los habitantes de este poblado del Barranco del Búho no trabaja regularmente y sólo encuentra amparo en unas pocas peonadas malpagadas en algún invernadero del entorno o en la recogida de chatarra. “Aquí la gente vive muy mal, no trabaja, incluso aquellos que tienen papeles no tienen una vivienda ni empleo”, señala Abdellah Zaitoumy. La entidad cree que se necesita un esfuerzo conjunto de las administraciones para reconocer la existencia de los campamentos y realizar una auténtica intervención social contra la infravivienda, el desempleo y la explotación.
Pagar por una chabola
A la entrada del asentamiento existe una zona dominada por jóvenes subsaharianos. Podría llamarse el barrio de los ghaneses. “En tres casas han llegado a vivir 50 personas”, detalla Khalifa, activista de la Asociación Almohamadia por el Trabajo Social y los Derechos Humanos.
Un chico sentado con unos auriculares en un bordillo ante un charco de barro explica en inglés informal las dificultades de prosperar en un lugar como este. “Trabajamos muy poco, de vez en cuando me llaman para el campo algún día, me pagan 30 euros”, dice. No parece molesto por jornadas de “18 horas”, aunque se queja de que paguen menos que a los españoles.
Existe un eviente coste humano en la supervivencia en este entorno, pero también un precio económico. Más arriba, un varón de mediana edad y origen magrebí explica discretamente que él tiene que abonar por su chabola. “Quien se va de aquí cobra al siguiente por los costes de los materiales. Unos piden 1.000 euros, otros 500 euros...”. El hombre no revela cuánto pagó por su caseta ni por los bloques de hormigón colocados en la habitación que está ampliando.
En el asentamiento todo está en constante cambio. Abierto y en obras. Y serán los golpes, el frío o la humedad, pero a sólo unos metros de esa casa, muy cerca de la chabola de Malak y su madre, se oye el llanto de un bebé. “Es una niña que nació anoche”, dice Rafael con total naturalidad. “¿Oyes?”, pregunta Khalifa. “Es una niña”.
El desaparecido foro de infravivienda
Cinco años después de la creación del foro multilateral para la intervención sobre los problemas de infravivienda en la provincia de Almería, el proyecto duerme ‘el sueño de los justos’. Sin cargo de conciencia.
La medida surgió en 2011 como una apuesta compartida de la Junta de Andalucía, la Subdelegación del Gobierno, las organizaciones agrarias y las entidades sin ánimo de lucro para atajar el chabolismo desarrollado especialmente en zonas rurales del Poniente y Níjar. Sin embargo, un lustro de dura crisis económica y recortes presupuestarios después, no hay rastro de la iniciativa y entre los invernaderos se perpetúan las chabolas y las ruinas ocupadas por familias excluidas.
El foro anunció la creación de un censo detallado de los asentamientos en la provincia de Almería y del número de habitantes de cada poblado. Las diferencias entre las cifras de los actores implicados eran entonces notables: la Subdelegación del Gobierno en Almería apuntaba a 800 personas residentes en chabolas, mientras las ONGs elevaban el registro por encima de las 4.500 personas.
Hoy, la guerra de cifras continúa y es prácticamente imposible encontrar consenso sobre el número de chabolas, asentamientos y residentes. No hay noticias del anunciado censo y la distancia entre las estadísticas de unos y otros se mide en miles de personas y cientos de chabolas.
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