Llegaban del campo por San Agustín aquellas comadres mojaqueras, mujeres antiguas de Aljúezar, de Las Alparatas o de los cortijos de la Era Lugar que aparecían por la cuesta con sus ojos oscuros, con sus arrugas milenarias y sus canastos de mimbre con todos los avíos del día para pasar la feria.
Con ellas, sus hijas casaderas, que se habían descalzado en la Cuesta Chillas para quitarse las alpargatas polvorientas y ponerse los zapatos nuevos para el baile en la Plaza.
Se sentaban esas madres enlutadas sobre la piedra -parece que uno las está viendo de tantas veces que se lo han contado- y no quitaban ojo a sus hijas, como trotaconventos, de la frontera prohibida del corpiño que no debían traspasar los mozos en cada bolero.
Así fue durante años -quizá siglos- cuando la Plaza de Mojácar era como la sala de estar de cada cortijo, con el murete desgastado por el uso de tanto indígena y forastero que allí echó horas y horas contemplando la vida pasar.
Hay paraísos practicables, inesperados y accesibles, paraisos terrenales al alcance de cualquiera. Decía Borges que no hay día en el que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso. Y quizá sea esa Plaza antigua, ese mirador epopéyico bajo El Picacho, sobre el Moro Manco y el Valle de Cuartillas, una metáfora de ese estado contemplativo en el que uno cae narcotizado cuando irrumpe en ese zoco en el que se sigue parando el tiempo.
Porque bajo sus zócalos que acaban de ser renovados, palpita la memoria de la Mojácar pretérita, la que ya no es pero algún día fue. Esa que solo permanece a duras penas en los retratos amarillos que duermen en viejas cajas de galletas y en las tertulias que se hilan cada tarde aún debajo de los eucaliptos de la Fuente, junto a la frutería de María la Terrera.
Porque en la Plaza Nueva de Mojácar hay muchas plazas: hubo un tiempo en que fue tan escarpada, recordaba Madoz, que no se podía subir ni en caballería. Era entonces Mojácar un villorrio bajo el bastión de José Alvarez de Toledo, el duque de Alba, alcalde perpetuo de la Ciudad, que tenía en esa Plaza la Casa Pilatos como centro de Administración. Era una plaza aún medieval, vigilada siempre por el Castillo, en una época en la que los hombres aún gastaban chaqueta de alamares y sombrero calañés, en la que circulaban como por ensalmo leyendas sobre encantamientos y hechizos.
Pasaron los años y se convirtió en la Plaza de las despedidas, cuando los mojaqueros empezaron a abandonar su pueblo querido para escapar del espanto de la miseria a base de jornales en la Argentina, en el Brasil o en las fábricas de Cataluña y en los montes de Andorra. Hasta que su pintoresquismo, su duende, su embrujo, empezó a inspirar a viajeros como Hielscher, a artistas como Perceval, a cineastas como Antonio del Amo, que encontraban, en la misma Plaza flamante que hoy pisamos, el abrevadero perfecto de ese pueblo encalomado en el último suspiro de Sierra Cabrera.
Fue cuando Mojácar y su plaza y el empuje resuelto del alcalde Jacinto el Molinero volvieron a llenarse de vida, con la vuelta de muchos emigrantes y con la llegada de turistas que se mimetizaron con el paisaje y que terminaron enterrados en su cementerio.
Olía de nuevo la Plaza a espliego y a lavanda y bullían los puestos del mercado con el jurelillo del tío Amadeo, y renacían las voces dormidas del tío Zahorí y de Miguel el Ciego junto a la paleta y se veía la semblanza de Andrea la mocita subiendo de la fuente con la ropa recién lavada.
La plaza se llenó por algunos días con los decorados de Sierra Maldita y con Rubén Rojo y Lina Rosales haciéndose arrumacos bajo el arco.
Ya en los 60 abrió sus puertas en pleno corazón de la plaza el Hotel Indalo, de Paco Haro y Lina la Fragüera, como herederos de aquel mesón cercano de Isabel la Fernanda y el del tío Cleofás en la subida de la Fuente.
Si antes eran los tratantes de ganado los que llenaban de voces la Plaza, ahora habían llegado las primeras legiones de forasteros y Mojácar se volvió hippie, con barbudos y melenudos como el pintor Fritz Mooney, que se paseaba por allí con capa negra, como el pianista Enrique Arias que había comprado el Castillo o como el letón Benjamín Rappoport bebiendo cerveza con su número de Auschwitz tatuado en el antebrazo.
Era esa Plaza mojaquera, la que el poeta Gerardo Diego pisó y comparó con la giba de un dromedario, como un balcón al que en las noches serenas llegaba el salitre del Mediterráneo; era ese rompeolas de tipos humanos donde se llegaron a oir al mismo tiempo las canciones de Bob Marley con el telar de Las Mundas o con los ecos del Tenorio en el Teatro Aquelarre.
Entonces ya no paró la Plaza, el mirador genuino de todo el Levante almeriense, la terraza desde la que uno se asomaba y veía abajo en el campo a los hombres diminutos amagados segando el trigo. Y aparecían nuevos personajes legendarios como el torero Bienvenida, el arquitecto Roberto Puig, el futurólogo Rafael Lafuente, el escritor Carlos Almendros, el diplomático uruguayo Orlando Pedregosa, el cineasta Win Wells, que se cruzaban en esa buhardilla de modernidad y tradición con la tía Ventarea, con Bartolo el Municipal o con el taxi de José el Madrigueras.
Allí se le hizo una cencerrá a Luisa la Fura, con tambores de lata cuando se casó con uno de Albox y allí bailaba cada feria Paco el Tericio vestido con traje de gitana; allí, en esas mesas desplegadas del Harico, escribió cuartillas memorables Tico Medina para el diario Pueblo y se hicieron los tratos para constituir la Cooperativa de Catetos (Cocasa), de Frasquito el Churrío; allí, frente a la ermita que aún aguanta en pie, habló el viejo Borbón -antes de que cazara elefantes- como antes lo hizo el Moro Alavez; allí, en ese espacio abierto, se bailaron parrandas y se cantaron guajiras, como ya en nuestros tiempos Paquito el Chocolatero se ha convertido en la banda sonora de su Feria; allí se corrieron cintas a caballo, como ahora se acuartelan los modernos Moros y Cristianos Porque es allí, en esta estrenada Plaza que ahora disfrutamos, donde empezó a palpitar la vida de esta Mojácar que, mas o menos, todos llevamos dentro.
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