Una de las faldas del barrio perdura cosida con malla de acero como cuando entonces. O mejor, como cuando después de entonces. Seis años hace. Adentrarse en la zona alta de El Realengo pone en marcha la túrmix emocional. El primer asalto de escalofrío es la incógnita: no saber qué vas a encontrar ni a quién. El segundo, es el silencio: abrumador, intenso. El tercero, el sobresalto del potente canto de los gallos: listos para la pelea, lustrosos de plumaje y cresta de corona puntiaguda, gallos de casta. El cuarto, los recuerdos: miles de imágenes se muestran en la pantalla imaginaria de un barrio hoy apagado pese al sol en todo lo alto.
Desde donde el derrumbe hacia arriba no hay nadie, pero están. Uno se siente observado, vigilado. Hay señales de vida. Una bombilla encendida, juguetes infantiles, ropa tendida, un coche con el motor en marcha. Y nadie, ni un perrillo. No se ve persona alguna. Pero están. La mujer blanca que abre la entrada del amparo da media vuelta y cierra antes de siquiera saludar. La vecina, de raza negra, hace lo propio tras una mirada de desgana.
Un sofá y un sillón, historias de los vecios de antes
Al subir la cuesta, en una cueva sin puerta, un sofá y un sillón te cuentan historias de los vecinos de entonces y de los de antes de entonces. Dos, tres, generaciones habían pasado aquí toda su vida. En el interior de las casas cuevas abandonadas forzosamente, un almanaque a medio caer, algún póster. Son livianos indicios de que una vez hubo allí vida, si es que a vivir en esas condiciones se le podía llamar vida tal y como contaban aquél fatídico día sus ocupantes.
La diminuta atalaya es, era, fue, el observatorio por el que reaparecen Jesús Caicedo, entonces alcalde de Cuevas del Almanzora; Gracia Fernández, ahora delegada del Gobierno; Francisco Flores, jefe de bomberos del Levante al que en plena faena de desescombro para intentar salvar tres vidas le avisaron del fallecimiento de su madre; tantos y tantos, como José Antonio Santiago quien me contó que “me metí en la cueva sin pensarlo, a intentar rescatarlos”, y que hoy, me dice Brian, hace un año falleció de cáncer.
"Parecía un terremoto, tembló toda la casa"
Brian Jesús Fernández Santiago vive desde siempre, desde que se reconoce, con su familia al principio de El Realengo. Ahora tiene mujer, Rocío, un hijo de 1 año y otro en camino. Cumplía 15 o 16 años de cuando aquello, aún lo recuerda como “algo exagerado, estaba durmiendo, noté que la cama se movía, parecía un terremoto, tembló toda la casa. Cuando me acerqué no veía nada, era como una montaña”. A Brian Jesús, cuenta su madre María Santiago Fernández, “le entraron manías, se persignaba al salir de casa”. Y es que él se acuesta con el pensamiento de que podría sucederles lo mismo, que les cayera encima la ladera que hay detrás de su casa. El derrumbamiento se le ha quedado grabado para siempre. En aquel octubre de 2011, a la familia de Brian Jesús, alguien, quien sabe quién, le puso un manto de alivio. Sus hermanos lograron sacar a la abuela de su vivienda, le había caído la mundial de tierra.
El sol alumbra, quema, y mucho. Sin embargo, la neblina baja, a ras de suelo, se enreda con los arbustos, con la maleza del descuido. Hay, no sé, como cierta confusión, voces que aún resuenan, mujeres envueltas en mantas sentadas en una silla, hombres caminando sobre las ruinas en intentos desesperados. Es la zona alta de El Realengo que aún perdura en Cuevas del Almanzora.
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