El puerto de Garrucha, como otros tantos puertos, está afiliado a la jubilación flexible. Las tardes son de bullicio. Los quehaceres se multiplican al compás del arribo al muelle de los pesqueros con el mantón bordado de gaviotas al aire; los mirones se arremolinan, las cajas con hielo van y vienen, quienes se disponen a comprar toman asiento en la grada de la lonja, la cinta se pone en marcha, comienza la puja.
En el puerto de Garrucha, como en tantos otros puertos, las mañanas contienen escaso movimiento. Mínimo en el pesquero, nulo en el deportivo, la Salvamar Algenib y dos prácticos amarrados a los norays en el comercial. Afuera, a una milla más o menos, dos mercantes fondeados. Y poco más. O no.
Antonio Jiménez, 60 años en la mar, empezó a embarcarse recién cumplidos los 13, enhebra la aguja de recomponer la red, por estar entretenido dice él y echar una mano a su sobrino. No volvería a la mar, ni hablar, se está más tranquilo aquí, en el muelle, me comenta y, además, ha cambiado mucho la pesca, ¿antes era más duro?, vaya, durísimo.
Antonio y Pedro separan el camarón aún vivo por su tamaño. Antonio y Juan, patrón del Nuevo José Ruiz, han salido a las cinco de la madrugada. A dos millas del puerto, mar tranquila y una rasca gélida, echaron el aparejo. No hace falta irse lejos para el camarón, la profundidad es mucha cerca del puerto de Garrucha. La pesca hoy ha sido regular, Antonio no se queja, otras veces ha sido peor.
El camarón se pesca por estas fechas, un mes o quince días antes de Navidad, aunque hay quien se tira todo el año pescándolo, que se va a esquilmar el caladero, que no hay miramiento ninguno. El camarón empieza a criar en enero, Pedro me enseña el camarón con las huevas, tres posturas en el año hace lo que en Motril se conoce por quisquilla. Sea mañana o tarde, el puerto de Garrucha es una gran escuela, de todo, de pesca, de penas, de glorias, de gente que se la juega todos los días en una partida en la que la mar, de salida, lleva dos ases.
Un buen hombre afanado en la redes me dice que nada de fotos, que no, que pagan justos por pecadores. No, si usted no quiere, ni una foto, le he pedido permiso, ¿verdad? Sí, por eso digo que pagan justos por pecadores, mire usted, que aquí pasan, te echan una foto y yo no tengo que salir en las fotos. No se preocupe, hombre, ¿dónde está el problema? Venga, quede con Dios. Con Dios vaya.
En el puerto deportivo de Garrucha reside el silencio con el breve paréntesis de algún sonido metálico del astillero vecino. Y muchos barcos de diversas dimensiones con características comunes, principalmente la de servir para recreo o pesca de sus propietarios. A lo largo de los pantalanes, bien de proa o popa, se suceden las hileras de embarcaciones fijas en su correspondiente punto de amarre. Toldos de colores, mástiles de distintas alturas, alguna bandera española, otra italiana, y como cierta languidez en su leve balanceo. Aún el calor no se va. A poco que se preste atención se oyen historias, se las cuentan unos a otros, hay que pasar el aburrimiento o la melancolía de navegar muy de tarde en tarde. Añoran incrustar sus proas en la mar, abrirla en heridas de espuma, barloventear, sacarle nudos al viento, rugir de motores, tomar la derrota, dejar estelas en el agua.
Es curioso, no vuela ninguna gaviota, tampoco las hay posadas en los pantalanes. No hay tráfico de barcos. Todo está calmo. Ni siquiera se mueven las cintas de yeso, no hay desfile de camiones. Desde un principio, el hombre sentado en uno de los bancos de piedra tampoco se ha movido, sostiene la mirada en el infinito. Quizá, no me atrevo a preguntarle, se halle en plena singladura. Así, más o menos, son algunas de las apacibles mañanas en los puertos de Garrucha.
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