Cuando a Sergey -un ruso, blanco empleado de banca- le concedieron las vacaciones de ese año en mayo, buscó en Internet cuáles eran las aguas de mar más cálidas de Europa y el Dios Google le marcó Almería. Ni cortó ni perezoso, se subió junto a su mujer Yulia y su hija en un avión desde Moscú y llegó a Veraplaya en esa primavera de 2010 y no paró de bañarse mientras sus colegas de oficina aún ahuyentaban el frío gélido con orejeras y chupitos de smirnoff .
Se encandiló él y se encandiló su esposa con esa luz tan almeriense y al año siguiente ya se habían comprado un apartamento al que regresaban todos los veranos.
Una tarde aparcaron la toalla y el bronceador y subieron a Mojácar a ver las vistas del Valle de las pirámides y se conjuraron para comprarse una casa en las alturas. Pensaron, en ese preciso instantante, en que era allí donde querían envejecer y arreglaron una vivienda centenaria, el estanco de la tía Canana, que fue también la escuela de Doña Dolores, para no volver ya a la vida moscovita.
Mientras restauraban la vivienda, se empaparon de las costumbres locales, de la vida antigua mojaquera, de su pasado moruno, de sus rincones de embrujo y decidieron habilitar su ámbito doméstico en los altos y dedicar la planta baja de la casa a un museo etnográfico que inauguraron hace cuatro meses. Ver para creer: un matrimonio más ruso que el caviar, consagrando estancias de su casa a cantareras, hoces y sillas de anea, a suelos hidráulicos y a pañuelos amarillos de las mojaqueras de antaño, a zapatillas que calzaban las mujeres de Cuartillas que subían por la Cuesta Chillas a lavar a la fuente y a lebrillos de barro en los que cuajaba la sangre del cerdo en las matanzas.
Todo eso y más se puede ver, como en un viaje en el tiempo, en esa casa mojaquera, en el centro de ese pueblo de paredes encaladas, festoneadas por tiestos de macetas.
Está situada la Casa de La Canana, en la calle Esteve, junto a la calle Puertecico de triste recuerdo, para que vaya a verla quien quiera, al módico precio de 2,50 euros, “porque es un museo privado que hay que mantener”, explica Yulia. Y añade “nos ha ayudado mucha gente, desde los museos de Vera y de Cuevas al anticuario Federico Moldenhauer, de Garrucha, y mucha gente de Mojácar que nos ha prestado fotografías, los muebles los hemos ido comprando nosotros poco a poco”.
En total, la vivienda ocupa 200 metros en los confines de ese pueblo cosmopolita encumbrado en Sierra Cabrera y toda su decoración está realizada con objetos auténticos de la época: un chinero repleto de vasitos para el vino y de tazones para la leche con migas de pan; una habitación con atroces, raseros, celemines y otros aperos de labranza; plateros, cuadros de Dios en Cristo, mecedoras, jofainas para lavarse, sopletes y una chimenea con leña.
Premio Coraje
Hace unas semanas, la promotora de esta pequeña pinacoteca de las cosas antiguas, de esos objetos ya casi olvidados por la ciénaga del tiempo, ha recibido un galardón dentro de la II Edición de los ‘Premios Coraje’ entregados en Sevilla y organizados por la Unión de Profesionales y Trabajadores Autónomos de Andalucía. Un reconocimiento para Yulia y Sergey por su valor para amar un estilo de vida pretérito, que ya no existe, que no es el suyo de cuna, que se lo encontraron por el camino, cuando vinieron solo a bañarse unos días de vacaciones, y que han aprendido a quererlo de la mejor manera que se puede querer: conservándolo para la posteridad.
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