Niega con la cabeza. Un instante de turbulencia en la mirada le delata. ¿Cómo no recordar el día cuando llamaron a la puerta de su casa con una orden de embargo? Dice haberlo superado ya con el paso del tiempo. El ligero temblor de su labio inferior… No sé cómo empezó todo, no me daba cuenta, saben embaucar como nadie, son unos artistas de la mentira. Engañó al banco, a las financieras, a las amistades, a mí, a nuestros hijos, a los prestamistas, aquello fue una bola creciente de engaños, de deudas, pero no podía abandonar a mi pareja sin una oportunidad de regenerar aquello. Hablamos, lloramos, gritamos, puse un hasta aquí, me hizo promesas, las cumplió, de esto hace más de 20 años. Quien así habla, hombre o mujer, qué más da, es familiar de una persona ludópata, adicta al juego hasta arruinar su vida y la de quienes la rodean. Las personas adictas al juego, mientras juegan, no tienen conciencia del daño, del dolor, de quienes estamos a su alrededor. Calla, inclina la cabeza. De sopetón, me suelta a borbotones que no lo aguantaría otra vez.
Yo vivía solamente para jugar, dejé, no, mejor dicho, aparté a mi familia, después perdí mi trabajo, era absolutamente dependiente… No podía, no podía pasar sin el juego. Tuve que pedir para seguir jugando. Aquel tren de vida era imposible y, sin embargo, el juego me exigía más y más. Era un enfermo, porque la ludopatía es una enfermedad. No tienes ni idea de lo que se puede llegar a hacer por dinero para jugar; yo tampoco lo sabía, y lo haces, no me importaba, cualquier cosa. Los salones de juego eran un imán para mí. Me autoprohibí el acceso a bingos, casinos, salones de juego. Me pasé a las máquinas, nadie te pide el carné. Mis ojos se movían al compás de los números, de las cerezas, de las fresas; sabía, estaba seguro, de que a la próxima oiría el tic-tic-tic de las monedas y no; a la siguiente, y a la otra, y tampoco. Me daba igual, el caso era jugar. Me las agencié para volver a los bingos, a los salones de juego… ¿Si era capaz de falsificar un carné? Sí, claro que sí, y eso era lo de menos. Ahora, ya me ves, llevo 24 horas sin jugar.
Enfrente, una mujer escucha el monólogo en silencio. En ocasiones mueve la cabeza como asintiendo a lo que oye. Hace un gesto con la mano, llama nuestra atención, llora. Entre sollozos relata que le tocó un buen pellizco de la Lotería, que, entre unas cosas y otras, lo perdió todo. En los casinos. Que no le quedó ni la casa, ni amigos, nada, únicamente los que encontró en Indalajer. Mi compañero de asiento se acerca a ella, le dice unas palabras al oído que parecen calmarla. Le he dicho, me dice, que lleva siete años y 24 horas sin jugar, que aquí está rodeada de amigos, que lo pasado, pasado. A mirar hacia delante.
En Indalajer saben de estas historias, de miles de historias. De cleptomanía, de juego online, de compras compulsivas, de menores adictos al juego y al móvil, de tantas y tantas. Y de sufrimiento, del mucho sufrimiento de los familiares porque los jugadores no sufren mientras juegan, se atormentan cuando caen en la cuenta de su dependencia, de lo que han perdido, de bajar la vista ante los hijos. En Indalajer saben por experiencia propia que quien quiere dejar de jugar, puede hacerlo. Mediante terapia, con ayuda psicológica también para familiares, donde nadie echa en cara nada a nadie, llega el día en el que se puede afirmar que soy jugador y llevo 24 horas sin jugar.
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