‘La semana que todos quisimos ser Poirot’, por Manuel León

Todas las desapariciones de niños provocan un nudo en la garganta, pero lo de Gabriel ha ido más allá

José Luis Sánchez Teruel
Manuel León
01:00 • 12 mar. 2018

Ayer, nada más conocer la fatal noticia, me puse en YouTube la canción de Cinema Paradiso (todos la hemos visto). No sé por qué lo hice. Quizá porque Gabriel me recordaba, desde la primera vez que lo vi en el periódico, a Totó, con su flequillo rebelde, luciendo paletas, corriendo por las calles de Sicilia para escapar de su madre cuando quemó los fotogramas, como imagino que correría Gabriel en las tardes infinitas de verano por Las Hortichuelas. Alfredo, el viejo Alfredo, le decía cuando se hizo un adolescente: “Márchate Totó y no vuelvas, no vuelvas hasta que pase mucho tiempo”. Yo no llegaba a comprender cuando ví la película por qué el operador del cine le decía eso a aquel joven, por qué quería alejarlo de su tierra, de su pueblo, de la rubia muchacha de la que se había enamorado. “Márchate y no regreses, Totó”. Y Totó se marchó, se convirtió en Salvatore y no volvió hasta que murió su viejo amigo. Vivió una vida plena, como quería Alfredo, lo que quizá no hubiera vivido allí -pensaría el viejo con la cara quemada- en esa Sicilia italiana pobre de posguerra. 
Uno veía en las fotos esa semilla que era Gabriel y rezaba para que apareciera, para que no se perdiera tantas cosas que ya se perderá para siempre; uno oía a su madre suspirar y rogar para que diera señales- “porque Gabriel tiene que hacerse mayor, porque le quedan muchas cosas aún por hacer”- y juntaba los dedos para que solo quedase en un mal trago momentáneo. No ha sido así, Gabriel no se convertirá en Salvatore, como Totó. Lo peor de la muerte de un niño quizá sea eso: la vida que ya no vivirá, los besos que habría dado y que ya no dará, las noches que podría haber esperado a su novia en la puerta de su casa, como hacía Totó, las noches en vela estudiando para ser biólogo que ya no ocurrirán, la experiencia de ir creciendo entre amigos, entre las primeras cervezas, las cosas buenas que podría haber hecho en este mundo ya no se producirán y nadie se beneficiará de ellas.
Hay algo –hubo algo- en Gabriel que hizo que España entera pusiera el foco en unos barrancos aislados de Almería. Quizá por esa dulzura que transmitía su rostro, quizá por la atracción que produce el secular dramatismo del sur o por las ganas de sacar al Hércules Poirot que todos llevamos dentro. No sé, pero nunca la desaparición de un niño, al menos esa es la percepción de uno, había conciliado tanta atención, amplificada por las redes sociales y por ese espejismo de que todos podemos ser emisores y receptores de información y sentimientos. Uno leía hace años sobre esos horripilantes crímenes que tuvieron hace décadas a los españoles en vilo: el Jarabo, la envenenadora de Valencia, los Urquijo, con el periódico El Caso agotándose edición tras edición; uno ha oído hablar de los folletines criminales de principio de siglo, ambientados con maestría por la pluma de Galdós para consumo de porteras madrileñas, pero cuesta trabajo creer que llegaran a alcanzar el grado de atención y de análisis del crimen de nuestro niño de Almería. 
Ha pasado algo extraño con Gabriel en estos doce días, algo que ha escapado de la propia Almería: cientos de personas voluntarias buscando como zahoríes, todas las cadenas de televisión mirando a Níjar, las redes sociales llenas de pescaditos, de lazos, miles de palabras de apoyo de toda España “Todos somos Gabriel”, un ministro de guardia. No sé, todas las desapariciones de niños son foco de interés, de atención, de incertidumbre, todas provocan un nudo en la garganta, pero lo de Gabriel ha ido más allá.
Se acabaron los rastreos, las sospechas sobre un Forrest Gump en Antas, las quinielas de cada cuál sobre el presunto autor y ahora llegará el “ya lo decía yo” y todo lo que suele venir en estos casos. De los momentos iniciales en los que Patricia pensaría, “esto no me puede estar pasando a mí”, a los postreros, ayer al mediodía en Vícar, en los que otra mujer pensaría, cuando la echaron sobre el capó y le pusieron las esposas: “esto no me puede estar pasando a mí”. Qué pasaría por su cabeza cuando parece ser que hizo lo que hizo, sola o en compañía de otros, cuando hizo brotar de nuevo ese gen milenario de Caín que aún pervive en la raza humana.
Gabriel ya no podrá, como Totó, convertirse en Salvatore y cambiar el mundo. 











Temas relacionados

para ti

en destaque