Qué iría pensando Gabriel aquella tarde camino de la casa de su abuela. Qué poco le importarían a él las guerras de los mayores, los celos de una mente enferma. Ajeno a las batallas de los hombres, Gabriel recorría el sendero familiar por el que tantas veces había pasado corriendo como un galgo, brincando por encima de las matas, dejando volar su imaginación detrás del primer gorrión que se le cruzara por delante, con la seguridad del que tiene toda una vida entre las manos. Qué iría imaginando el niño por aquel camino donde el olor de los matorrales cargados de primavera se mezclaba con el perfume del mar, de ese mar que tanto lo inspiraba y tantas veces había pintado en su mágica libreta. A qué podía temer Gabriel, tan lleno de vida, en aquel trayecto tantas veces repetido de silencios y naturaleza. Conocía hasta la última piedra de la vereda, las arrugas de los troncos de los árboles, la rama con el último nido que una golondrina había construido unas semanas atrás. Tal vez iría dibujando en el cuaderno fecundo de su imaginación ese paisaje de peces de colores y pájaros que formaba parte de su vida. Qué iba a saber él de miedos y de rencores, cómo iba a imaginar que la muerte, una muerte injusta y enferma lo estaba esperando para robarle la libreta.
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