En la fachada blanca reza un aviso: ‘Prohibido retirar más de 100 litros de agua’. Amara y Maira, ambas de Mojácar, llenan varias garrafas con el agua que fluye del primer caño a la izquierda según se entra a la Fuente o del decimotercero si se cuenta en sentido contrario. Sea como fuere, Amara y Maira no beben otra agua que no sea la de la Fuente, para ellas no hay otra igual de buena y fresquita. A los pocos minutos llega Pedro. Saca de su furgoneta unos garrafones, los pone a llenar bajo el chorro de agua. Pedro, cuánto tiempo sin vernos. Si que es verdad, sí. ¿Cada cuándo vienes a por agua? Todos los días. Tengo tres cabras en el cortijo de mi padre y les cambio el agua cuando está sucia, a los animales hay que tratarlos bien y, además, me entretengo. Procuro venir a una hora que no haya nadie o haya poca gente para no esperar la cola, que esto se pone… A ver, Pedro, ¿de dónde viene el agua? Yo creo que de la zona de Granada, este año no ha llovido aquí y eso me hace pensar en Granada.
Acontecía lo antedicho el día anterior a la Luna encendida de carmesí, cuando las velas iluminaron por una noche la parte alta en tanto, abajo, en La Fuente, el agua brotaba sin cesar como siempre lo ha hecho desde cuando ni los más ancianos hacen memoria. La Fuente, aun quedando en Mojácar, es la Fuente sin más. Está como sin estar y es como si no lo fuera. La Fuente, cogollo de la vida mojaquera durante un trecho de su sobrevenir, tiene un aire, un no sé qué, tal vez una esencia única, aquella dada junto con el molino, el horno, las mujeres que lavaban las ropas inclinadas sobre la piedra con los pies metidos en el agua y las piernas al descubierto, o aquellas otras que, con dos cántaros llenos de agua, uno en la cabeza apoyado sobre el roete, el otro bien agarrado a la cintura, subían las cuestas hasta sus casas.
Alicia Flores Grima y Rosa Gallardo, sentadas en el escalón de la acera, ahí, al lado del super y del estanco, le dan a lo suyo, a la conversación y observación. Alicia, ¿cómo era la Fuente años atrás? ¡Madre mía!, han hecho un desastre; yo, cuando estaba el arquitecto, se lo dije: ¿pero, usted se cree que esto que están haciendo con la Fuente, quitando las piedras antiguas…?, me dijo que ya nadie venía a lavar. Y no es que fuera yo, es que en todos los sitios se conservan las cosas, es como el molino que estaba ahí abajo precioso, el horno, y la Fuente que lo único que han dejado son los caños y el pilar, todo lo demás de mármol.
Una preguntilla, Alicia, ¿viene mucha gente a coger agua? Mojácar estaría millonaria si cobrara 50 céntimos por cada garrafica de cinco litros; viene gente de todos sitios a coger agua. Luego, Alicia cuenta que vivió muchos años justo en la casa que queda a nuestras espaldas, que durante treinta y dos años tuvo en ella la peluquería abierta porque en Barcelona aprendió el oficio de peluquera. Toda la gente que pasaba por Mojácar venía por aquí, recuerdo a Rafael Lorente que entraba en la casa hasta la cocina, le gustaba estar aquí.
Alicia y Rosa, Rosa y Alicia, vivían puerta con puerta frente a la Fuente que tenía la pared más baja que la de ahora, con lo cual tenían el mejor mirador de lo que por allí acontecía. Fíjate, qué tiempos, en la Fuente nos reuníamos, charlábamos mientras lavábamos. Los jóvenes se asomaban por encima del muro y teníamos que ponernos un alfilerico en el escote para que no se vieran las tetillas, que a eso venían. También venían, añade Rosa, a tirar el agua mala a la acequia y llevarse agua buena según la hora correspondiente de cada propietario.
En el rincón de los recuerdos Alicia tiene el de, con 13 o 14 años, subir agua en cuatro cántaros con una burra hasta el Castillo; el de cuando en Barcelona la profesora de peluquería le decía que tenía que aprender catalán, y ella le respondía que no, ‘que soy española, andaluza, de Almería y mojaquera’. Pasado el tiempo se casó y se fue a vivir a Mojácar. ¡Pero, Alicia, si esto es Mojácar! ¡Esto es la Fuente! La gente dice que es más de la Fuente.
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