Apenas quedan imágenes de cómo era el rostro de Rosa la Cachocha, la célebre mojaquera que curaba el mal de amores con ungüentos de hierbas de la Cueva Morales; ni de esa tremenda mujer que llamaban La Niña y que vivía en La Esquinica o de aquel Frasquito el Santo, a cuyo cortijo acudían en romería todos los que tenían un hueso desgobernado. De aquellos tiempos tan distantes se han ido perdiendo los retratos amarillos de renombrados mojaqueros y apenas quedan los recuerdos entre brumas de los más viejos del lugar.
Para que eso no vuelva a ocurrir nunca más, en ese pueblo anclado a una cumbre, para que el viento del olvido no barra la memoria de los que aún están, un fotógrafo de estudio llamado Miguel García Campoy, que trabaja con el cuño de ‘Jarabe de luz’ se ha puesto manos a la obra en un proyecto al que ha denominado Almojácar, que ha sido incluido dentro de la Bienal de Ayuda al Arte Contemporáneo de la Diputación, Alnomalía.
El reto de Miguel, que se dedica también como profesor a talleres de formación, es realizar el mayor número de fotografías a mojaqueros de nacimiento o de adopción y archivarlas en un disco duro con caja protectora para que esos ojos, esos labios, esas facciones, hoy ahítas de vida, queden encapsuladas en el tiempo para la posteridad. “Soy consciente de que el objetivo es ambicioso, pero aspiro a poder retratar al mayor número de habitantes, haremos una copia de uso y otra se guardará en el archivo municipal con el objetivo de que el soporte se vaya actualizando con nuevas tecnologías”. De los cientos de fotos que espera realizar, hará una selección de 50 para una exposición, 360 se elegirán para el proyecto y el resto quedarán confinadas en una caja digital, por los siglos de los siglos amén, como en una nave del tiempo, con el nombre y apellidos de los inmortalizados. Ayer inició Miguel su ambiciosa recopilación y unos treinta residentes fueron atrapados por el fogonazo de su cámara, en medio de un atrezzo en el que resplandecen un fondo claro y oscuro, la difuminada iluminación de los focos, una silla de baile, un paraguas del revés y pompas de jabón para que jugueteen los niños. Los primeros en estrenarse fueron un matrimonio atrevido de 70 años, después llegó un ferretero y una mujer mayor recién salida de la Escuela de Adultos que posó en un escritorio.
En días sucesivos, Miguel espera a mecánicos con su grasa y su sudor, a ciclistas que se retratarán con su bicicleta, a abuelos con su nieta preferida, a británicos con su mascota, a policias y bomberos con su manguera, para que nada ni nadie, en ese pueblo con embrujo, quede nunca más en el olvido.
Aventureros en un rincón de embrujo
Ha sido -y es- Mojácar, con su luz, con sus casas encaladas en la colina y el granate de los maceteros, con su fuente de agua cristalinas, sus calles de juguete, y su tipismo pasado y presente, uno de los pueblos más fotografiados del Sur de España. El alemán Kurt Hielscher, recorrió sus calles escarpadas en 1915, atrapando en la retina de su cámara lebrillos y cántaros y esas mujeres tapadas casi como hoy las esposas afganas, que quedaron plasmadas en su obra La España Incógnita. Llegó después el francés Albert T’Serstevens, con esposa y gato, en un viaje que tituló El nuevo Itinerario Español, donde aparece la Mojácar ocre sobre la Sierra Cabrera, horadada por la misera.
También fotografió a mojaqueros de los cincuenta el escritor inglés Sacheverell Sitwell y José Ortiz Echagüe percutió con su Leika en cántaros y pañuelos amarillos, bajo ojos oscuros, apretados por dientes femeninos. Y 0tros como Teo Cabestrano en los 60, mezclando ya la enagua con el bikini.
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